
La parálisis del Brexit ha convertido a Reino Unido en un campo de batalla en el que el Gobierno y el Parlamento pugnan por el control de un proceso que amenaza con desencadenar la mayor crisis constitucional en siglos de democracia.
Indiferentes a siglas o disciplinas internas, los diputados no han querido esperar al plan B que Theresa May presenta esta jornada y han preparado su propia ofensiva para impedir un divorcio no pactado. Aunque la primera ministra comparte la inquietud por tal desenlace, no está dispuesta a descartarlo, al menos públicamente, porque perdería una importante baza para negociar concesiones de Bruselas.
Su posicionamiento estratégico implica que impedir una ruptura caótica le competa al Parlamento, una realidad admitida por la propia May en la carta que le remitió la semana pasada al líder laborista, después de que Jeremy Corbyn descartase tomar parte en las conversaciones propuestas por la premier hasta que esta rechazase formalmente el no acuerdo. Si ninguna instancia lo impide, la ley sigue estipulando como término del proceso el 29 de marzo, pero el Gobierno habría previsto ya la inestimable intervención de la Cámara de los Comunes para evitarlo, como ya reconoció el secretario del Tesoro.
El problema es que más allá de parar una salida no pactada, una maniobra que, por sí sola, no resuelve el callejón sin salida en el que ha desembocado el proceso, ninguno de los escenarios planteados presenta potencial para superar la parálisis. El acuerdo defendido por May resulta indigerible para eurófobos y partidarios de la continuidad; una salida blanda, ya sea inspirada por el modelo noruego o mediante la permanencia en la unión aduanera, como plantea el Laborismo, amenaza con provocar una escisión en los conservadores; el segundo referéndum es rechazado tanto por May como por Corbyn; y apostar por un adelanto electoral podría perpetuar el bloqueo en Westminster.
La 'salida' más lógica
En este contexto, el movimiento más realista, al menos, a corto plazo, es la ampliación de la permanencia, ya que es virtualmente imposible que, incluso en el mejor de los panoramas, dé tiempo a aprobar los más de 300 elementos de legislación secundaria necesarios antes de que Reino Unido inicie formalmente la travesía en solitario, incluso aunque lo haga embarcado en una transición en la que apenas nada cambiará. Dada la resistencia de la primera ministra a considerar la extensión, una enmienda promovida por el frente pro-UE, concretamente por un diputado conservador, miembro del Gobierno hasta 2016, y una laborista, demanda precisamente eso: ampliar el artículo 50 si a finales de febrero no hay acuerdo. En términos prácticos, la propuesta impediría el divorcio desordenado y daría más tiempo al Reino Unido más desunido en tiempos modernos a analizar a qué aspira para su futuro fuera de un bloque en el que lleva integrado desde 1973. El problema es que depende de la autorización unánime de unos Veintisiete, cada vez más hastiados del acaparamiento que el Brexit impone sobre su propia agenda, un condicionamiento ante el que cobra especial importancia el ardid promovido por el ex fiscal general del Estado Dominic Greive, desvelado ayer por The Sunday Times. Según el dominical, el actual diputado conservador, habría estado en contacto con uno de los más altos funcionarios de la Cámara de los Comunes para hallar una artimaña para permitir a Westminster no solo demorar, sino suspender el artículo 50.