
El déficit de productividad de la economía española respecto al resto de Europa ha llevado a muchos analistas a poner el foco en el débil comportamiento de las horas trabajadas tras la pandemia. Una cuestión que se extiende a frentes como el del absentismo laboral pero también la precariedad en un país que tiene la mayor tasa de subempleo (personas que quieren trabajar más horas, pero no lo consiguen) de la Unión Europea. En este escenario, el Gobierno se ha descolgado con una propuesta de máximos que ha sorprendido tanto a los empresarios como a los sindicatos: reducir de 40 a 37,5 horas semanales el tope máximo de jornada en 2025. Pese a que, según los últimos datos disponibles, las horas efectivas que los asalariados españoles trabajan cada semana se situaron en 35,5 en 2023, dos menos que antes de la Gran Recesión.
La idea se incluyó en el acuerdo de Gobierno entre PSOE y Sumar, pactado al margen del diálogo social. Sin embargo, el accidentado arranque de la Legislatura, en la que el veto de los diputados de Podemos ha derogado la reforma de los subsidios impulsada por la vicepresidenta segunda y ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, ha cambiado las cosas. El Gobierno busca ahora (el jueves 25 será la primera cita) un aval explícito de patronales y sindicatos (o al menos de los segundos) a su hoja de ruta laboral para que recabe apoyos suficientes en el Congreso.
Curiosamente, la cuestión de la jornada se ha 'colado' en la agenda antes incluso que las necesarias correcciones para volver a llevar a la Cámara Baja el decreto sobre la protección a los parados de larga duración. Aunque aquí también el reloj corre, ya que el Ejecutivo se ha comprometido consigo mismo a un primer tramo de recorte del máximo legal, hasta las 38,5 horas, se produzca este mismo año.
La propuesta cuenta, en principio, con el aval de los representantes de los trabajadores, que lo ven como un primer paso para llegar en un futuro a las 32 horas, la famosa 'jornada de 4 días'. Su justificación es que ello permitirá repartir el trabajo y con ello resolverá los problemas tanto de paro como de productividad, un argumento al que también se ha abonado la propia Díaz. La patronal, por su parte, rechaza un recorte de jornada que no tiene en cuenta la situación de las empresas ni los diferentes sectores y disparará los costes laborales con decisiones al margen de la negociación colectiva.
Los analistas económicos, por su parte, consideran que la reducción de jornada, tal y como se plantea, tendrá efectos en los costes laborales de las empresas, ya que supone pagar lo mismo a los trabajadores por menos horas de trabajo. Estudios sobre las reducciones de jornada aprobadas en otros países en la última década apuntan a que las empresas tienden a trasladar estos mayores costes laborales a los precios antes que contratar a nuevos trabajadores. Es decir, no hay un reparto del empleo como afirman la vicepresidenta y los sindicatos. En todo caso, los investigadores señalan que el impacto varía en función de la relación entre productividad y mercado de trabajo de cada país.
Y aquí entramos en el problema de España: baja productividad, por un lado, pero también una precariedad y rotación laboral excesivas que influyen en la jornada real de los trabajadores en España. Ni siquiera la reforma laboral ha corregido este problema, pues lo ha trasladado a los indefinidos fijos discontinuos. Según los datos de la EPA, uno de cada diez trabajadores españoles quiere trabajar más horas, el doble de los que quieren reducir su jornada (aunque aquí hay que matizar que el INE pregunta por un recorte de horas acompañado por uno proporcional del sueldo). Esto coincide con un peso creciente del absentismo, que en el caso del justificado por enfermedad o accidente, que en la media de 2022 y de 2023 ha superado por primera vez el umbral del 40%.
Todos estos factores se reflejan claramente en la evolución del número medio de horas efectivamente trabajadas cada semana por los asalariados españoles, que sigue muy lejos de recuperarse respecto a los niveles de la crisis financiera, pasando de un promedio anual de 37,28 horas en 2008 a 35,47 en 2023. Además, se aprecia una brecha ente este dato y el de las horas "habitualmente trabajadas", que se sitúa en 36,7, muy por debajo de las 38,05 de 2008.
Esta diferencia refleja que las expectativas de horarios se ven afectadas por la realidad de la actividad económica, lo cual se traslada directamente a la productividad. En este escenario, la idea de reducir la jornada de trabajo tiene más de propuesta electoralista de un gobierno que necesita contar un 'relato' social de su gestión con medidas llamativas que un plan para resolver las ineficiencias del mercado laboral. Si se analiza desde esta óptica, más bien equivale a "matar moscas a cañonazos".
Y es que el impacto de la reducción laboral será muy desigual tanto en sectores como en tipos de empleo. Los trabajadores a tiempo completo, evidentemente, serán los más afectados, no así los de jornada parcial. El INE no publica estimación de horas medias semanales para ninguno de los dos, solo las totales. Pero revela un dato sorprendente: a pesar del récord de asalariados, siguen trabajando menos horas que en 2008. En concreto siguen por debajo del umbral de los 500 millones de horas perdido desde 2009. Otro indicio que, más que a una mejora de las condiciones laborales, apunta a una pérdida relativa de productividad, no de los trabajadores, sino de sus empleos.
Además, hay un sector que sí fija jornada laboral de 37,5 horas semanales: el público. Tiene además unas de las tasas de empleos parciales más bajas de la Unión Europea. Sin embargo, compensa esta calidad del empleo funcionario con una tasa de temporalidad que duplica la del sector privado, ya que no está sujeto a la reforma laboral. Y es que, en esto, como en muchas otras cosas, el Ejecutivo aplica un doble rasero entre los asalariados de las administraciones y los de los demás que lleva a que este tipo de decisiones les salgan prácticamente gratis como empleadores.