
Después de las mieles vinieron las hieles, y el mirlo blanco resultó ser un mirlo con ganas de volar solo, a ser posible cerca de un nido socialista que le haga guiños a la burguesía catalana, pues la francesa hace mucho tiempo que no mira bien a Manuel Valls, el hombre que un día encandiló a José María Aznar y otro a Albert Rivera.
Pero el idilio con Ciudadanos llegó a su fin. Probablemente, mucho antes de que se verbalizara, como ocurrió ayer. El exprimer ministro galo fue un regalo caído del cielo, al principio, porque desplegaba la pátina europea e internacional de las pocas voces oficiales que se hicieron escuchar, con argumentos intelectuales que no emocionales, en contra de la independencia de Cataluña. El nada discreto encanto del burgués tuvo su traducción en las encuestas internas de la formación naranja. Los datos pintaban bien. Era un golpe táctico frente al resto de fuerzas políticas. Una modernidad, aire fresco, un golpe de efecto que a medida que pasaban los días se iba desinflando.
Mientras que pontificaba y se distanciaba de Ciudadanos, y utilizaba como coartada cualquier negociación con Vox, Valls se iba acercando cada vez más al socialismo del que procede ideológicamente y con cuyos mimbres quiere fundar un partido en solitario.
Descubiertos sus planes, la consumación llegó con la investidura de Ada Colau. Valls decidió motu proprio que tres de los seis concejales que sumaba con Cs votaran a favor de la líder de BComú.
Decía el político nacido en Barcelona que Colau era el mal menor. Evitaba que Ernest Maragall, de ERC, rigiera los destinos de la Ciudad Condal. Su cálculo obvió que un lazo amarillo volvería a adornar el balcón central del consistorio ubicado en San Jaume.
Así que la camuflada cabal inteligencia política a la europea convirtió el cansancio de Ciudadanos en hartazgo, y esta vez con una despedida a la francesa: Au revoir monsieur Manuel Valls!