
Sócrates puso en evidencia las debilidades de la democracia directa por la posible manipulación del pueblo, su potencial ignorancia, así como su tendencia a tomar decisiones basadas en la pasión y no en la razón. Sin embargo, la democracia pudo progresar dotándose de mecanismos de participación, control y equilibrio de poderes que han aproximado al pueblo soberano a la verdad socrática, construyendo con éxito sociedades libres, justas y prósperas, que han defendido, promovido e impulsado la democracia en todo el planeta.
A pesar de lo anterior, desde hace tiempo asistimos con preocupación al deterioro de la salud de la democracia en nuestro planeta. El informe 2024 sobre el estado global de la democracia de IDEA así lo manifiesta por octavo año consecutivo. El último informe constata que hoy uno de cada tres votantes vive en un país cuya calidad democrática ha empeorado y que cuatro de cada nueve países del mundo han empeorado su situación. Por su parte, el índice de calidad democrática de la Unidad de Inteligencia de la revista The Economist pone de manifiesto que sólo un 8% de la población vive en democracias plenas, un 55% en regímenes autoritarios y el 37% restante en democracias defectuosas. Durante los últimos años han proliferado asonadas, muchas de ellas concentradas en el África Subsahariana, poniendo de manifiesto este significativo deterioro.
Ahora bien, lo verdaderamente remarcable es que este desgaste se ha producido también en las democracias más avanzadas, en un contexto global caracterizado por la creciente rivalidad entre potencias, en el que ascienden nuevos actores que defienden, sin tapujos, sistemas alternativos de gobierno, que presumen de ser más eficaces para promover el crecimiento y el desarrollo de sus economías y de su población. Un mundo en el que, además, proliferan conflictos armados, donde las potencias rivales se alinean con distintos bandos y en el que gobiernos de democracias occidentales plenas pierden legitimidad moral al soslayar crímenes contra la humanidad sentenciados por el TPI.
Fernando Vallespín, en un brillante artículo de prensa, señaló en 2018 la diferencia que existe entre las sociedades antidemocráticas elegidas por George Orwell y Aldous Huxley para desarrollar sus obras más conocidas. Frente a la autoridad vigilante y represora elegida por Orwell en 1984, el mundo feliz de Huxley se caracterizaba por un pueblo embriagado e idiotizado por "soma". Y es esa conexión socrática con Huxley la que seguramente explica mejor los numerosos cambios que estamos experimentando hoy en Occidente, y que se concretan en una mayor polarización, cierto debilitamiento institucional, un creciente desequilibrio entre poderes y el deterioro de la información veraz.
Tal y como anticipara el filósofo e historiador israelita Yuval Noah Harari, la capacidad de manipulación de la población se incrementa fruto de la aplicación de la neurociencia al desarrollo de las redes sociales y la inteligencia artificial. La IA llegará así a conocer a las personas mejor de lo que estas se conocen a sí mismas, alimentándolas con contenidos cada vez más atractivos y segados a sus gustos, pero también más extremos, para captar su atención. Al proceso anterior lo podríamos denominar "Ingeniería social del algoritmo".
Lo ocurrido en Corea del Sur la semana pasada, es un ejemplo más de una lista preocupante de sucesos preocupantes, entre los que destaca el ascenso de posiciones radicalizadas y que cuestionan el orden internacional basado en reglas que había favorecido el desarrollo de la humanidad.
El deterioro de la democracia tiene costes inasumibles en términos de libertad y justicia, pero esta modernísima fagocitación de la democracia en los países avanzados, sin origen aparente en la merma de libertad de sus individuos, tiene además costes inmediatos en el plano estrictamente económico. Son los costes que soportamos por equivocarnos en la elección de nuestro destino y por el debilitamiento de los mecanismos de control y rectificación de nuestros sistemas.
Los británicos están sufriendo estos costes en carne propia con motivo del injustificable Brexit y los vamos a percibir todos nosotros en breve, cuando se cumplan las amenazas y se multipliquen los aranceles anunciados a escala global y se agrave una incipiente guerra comercial que debilitará indudablemente los flujos de comercio de bienes y servicios en el planeta. Seguramente también seremos conscientes cuando fruto del negacionismo miope de algunos se erosione la lucha contra el cambio climático y se lentifique su resultado, así como cuando se siga promoviendo, con carácter general, el deterioro del multilateralismo y la cooperación internacional para abordar otros desafíos de la humanidad, a saber: la creciente desigualdad, la demografía, la regulación de la IA…
Siguiendo con los costes, muchos anticipan que con la disminución indiscriminada de impuestos anunciada en EEUU se verá resentida la inflación y que esto dará lugar a mayores tipos de interés que los posibles y deseables, generando costes de oportunidad: menor inversión, mayores dificultades de sostenibilidad de la deuda de muchos países del sur global, con un dólar más fuerte, y también menor competitividad de la propia economía americana.
En el nuevo contexto geopolítico, un 70% de las medidas distorsionadoras de la competencia que han proliferado los últimos años en el planeta tienen su origen en las principales potencias comerciales. La mayoría de ellas da lugar a contra-réplicas por parte de otros competidores en un plazo inferior a un año, generándose una espiral perniciosa para el comercio y la economía global que algunos ya denominan "deflación mutua asegurada" y que, en román paladino, significa caída del crecimiento y de la riqueza a escala global. Son múltiples los estudios y las evidencias empíricas que constatan los costes del proteccionismo, en términos de comercio, de crecimiento económico y de empleos perdidos.
Todos leemos y escuchamos noticias desconcertantes y que antes rara vez se producían en países miembros de la OCDE. Hoy, los indicadores ya prueban que el debilitamiento de nuestras democracias es una triste realidad. Seguramente, de forma silenciosa, nos estamos acercando a un "Un Mundo Feliz", pero tenemos que ser conscientes de que eso no sale gratis y tiene un elevado coste, también en términos económicos.
Por todo ello, en este contexto, resulta imprescindible reaccionar y revisar la historia, rescatar todas las lecciones del pasado y luchar para que la democracia no se fagocite y tengamos que soportar las secuelas.