
La semana pasada comentamos el renovado impuesto a la "usura", en los términos de Aristóteles, que consideraba usura cualquier cobro de intereses. El punto más controvertido de este impuesto, que sustituye al anterior gravamen temporal, era precisamente el destino del dinero. La recaudación del impuesto ahora pasaba a cederse a las CCAA, aunque el criterio de reparto ahora pasaría a ser la actividad económica en la comunidad es decir, su porcentaje relativo de PIB. Después de Madrid, y por delante de Cataluña, las Comunidades más favorecidas serían, por este orden, el País Vasco y Navarra, pero aquí el impuesto se concertará.
Tomando los últimos datos disponibles de la contabilidad regional del INE, Madrid percibiría por persona un 136,9%, mientras que Andalucía un 79,98% de la media nacional, un 45% menos que Madrid. Si entrasen en este reparto, el País Vasco percibiría un 127,2% y Navarra un 120%. Parece un trato privilegiado, pero tomando las cifras de financiación neta global (después del cupo), la financiación per cápita del País Vasco en 2021 (últimos datos disponibles) era de un 218% del sistema general, mientras que el caso navarro era del 183%. Estos datos son los que salen de dividir los recursos fiscales entre la población, sin ajustes de ningún tipo. La sobrefinanciación foral obedece a varios factores, como la negociación del cupo, el ajuste del IVA o no incluir la parte de las pensiones que no se pagan con cotizaciones sociales sino con impuestos, pero resulta evidente que, con estos antecedentes, ambas comunidades prefieran concertar el tributo.
Además, la concertación del tributo, al ser directo, permitiría a ambas Haciendas bonificar el impuesto a los contribuyentes domiciliados en sus respectivos territorios, siempre que operasen fundamentalmente en territorio foral. Si se siguiese el esquema del impuesto de sociedades a la hora de concertar, que es lo más probable, los bancos que operasen en el País Vasco y Navarra tributarían a las Haciendas Forales en función del porcentaje de operaciones que realicen allí. Sin embargo, los bancos que operasen fundamentalmente en territorio foral sólo pagarían allí, y estarían sometidos a normativa foral, es decir probablemente pagarían mucho menos. Esto generaría un problema grave de competencia sin que, además, las Haciendas Forales perdiesen mucha recaudación porque recaudarían de los demás bancos.
El paquete fiscal incluye una serie de incrementos tributarios diseñados con el objetivo de reducir el déficit, tal como exige la Comisión Europea. Durante su tramitación parlamentaria, varias medidas, como el aumento en el diésel, los seguros de salud, las energéticas o las Socimi, han quedado descartadas. Sin embargo, lo que ha suscitado críticas de la Comisión no es la exclusión de estas medidas, sino el impuesto a la banca, debido a su impacto negativo en la competencia.
Por un lado, este tributo no tiene equivalente en el resto de Europa, lo que implica que las entidades extranjeras no están obligadas a pagarlo, agravando la fragmentación del mercado financiero europeo. Por otro lado, en el contexto del mercado español, aunque este impuesto incluye a no residentes a diferencia de su predecesor, su estructura progresiva, que exime de tributación los primeros 100 millones de euros, genera que la mayoría de las entidades financieras que operan en España no lo paguen, o, en caso de hacerlo, contribuyan con una carga mucho menor en comparación con los bancos nacionales.
La progresividad puede ser razonable cuando se aplica a personas físicas, pero resulta insólita y bastante contraproducente en el caso de personas jurídicas. En una entidad como un banco, de mayor tamaño y con más accionistas, lo que se grava no es la capacidad económica, sino la eficiencia. Esto crea una barrera artificial al crecimiento empresarial y a las economías de escala. En el caso del impuesto sobre márgenes, los tipos varían desde un 0% para los primeros 100 millones hasta un 7% a partir de 5.100 millones.
Esta situación también tendría un impacto directo en la OPA de BBVA sobre Sabadell. La fusión implicaría que el nuevo banco pagase muchos más impuestos que ambas entidades por separado, una consecuencia que dificulta, artificialmente, la operación. No es una buena medida, aunque venga a darle la razón tanto a Charles Chaplin como al consejero delegado del BBVA Onur Genç. Decía Chaplin que "ten cuidado con lo que deseas porque a lo mejor lo consigues", y Genç, en una entrevista en mayo señalaba como argumentos para convencer al gobierno de la bondad de la operación, que el nuevo banco "tendrá más capacidad para dar créditos, pagar impuestos y apoyar a la economía".
No comparto la afirmación de que el nuevo banco resultante de la operación tendría mayor capacidad para otorgar créditos o para apoyar a la economía. Ya lo expresé en elEconomista.es en mayo, cuando BBVA presentó su OPA hostil. Tampoco parece compartir esta visión la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC), que ha decidido someter la operación a un análisis en fase 2. Este paso podría incluso llevar a su prohibición, dejando la última palabra en manos del Gobierno, que podría avocar la operación según el artículo 60 de la Ley de Defensa de la Competencia. Lo que sí está claro es que, si la operación finalmente se aprueba, la nueva entidad fusionada pagará mucho más por este impuesto que ambas entidades por separado.
Recapitulando, el nuevo impuesto provocará una disminución del crédito, ya que los bancos dispondrán de menos fondos propios, los cuales actúan como límite para conceder préstamos. Además, al incrementarse los costes, las entidades financieras buscarán, y dada la competencia actual —que dista de ser óptima— probablemente conseguirán trasladar este impacto a los clientes. Como resultado, los créditos serán más caros.
En particular, los préstamos más arriesgados sufrirán un encarecimiento adicional. Esto se debe a que los bancos no sólo cobran más por este tipo de operaciones, sino que también, en ocasiones, no logran recuperar el importe prestado, lo que los obliga a provisionar. Sin embargo, estas provisiones no son deducibles, y el impuesto sobre márgenes tiene un carácter progresivo. Esta situación incentivará a las entidades a reducir su exposición a proyectos como los de promotores inmobiliarios o empresas de I+D, priorizando alternativas más seguras, como la compra de deuda pública o incluso el depósito de fondos en el Banco Central Europeo (BCE).
Aunque se suponía que estas medidas serían compensadas por un incremento en la recaudación, esta previsión plantea serios inconvenientes en términos de competitividad. Tal como ha señalado la Comisión Europea, el impuesto perjudicará la competencia con entidades no residentes. Además, dependiendo de cómo se acuerde el concierto con las Haciendas Forales y de las medidas que éstas implementen, los problemas podrían extenderse a la competencia entre las entidades que operan principalmente en el País Vasco y Navarra y aquellas del resto de España.
Con todo, en mi opinión, lo más problemático del nuevo impuesto no es tanto su diseño técnico, sino el reparto de la recaudación entre las comunidades autónomas, que anticipa la aplicación del principio de ordinalidad contemplado en el acuerdo PSC-ERC. Aunque algunos problemas técnicos y conceptuales se han suavizado durante la tramitación, no debemos olvidar que el impuesto aún está lejos de ser perfecto. Existen alternativas más eficaces tanto para reducir el déficit público como para fomentar la inversión y fortalecer la seguridad jurídica. Sin embargo, es lo que hay.