
El año 1979 fue crucial en las relaciones chino-estadounidenses. En una visita histórica a Estados Unidos, Deng Xiaoping, líder supremo de China, se reunió con el Presidente Jimmy Carter en la Casa Blanca y asistió al Round-Up Rodeo en Simonton, Texas, donde se puso un sombrero de diez galones y encantó a la multitud. Y, como reflejo de la rápida normalización de las relaciones bilaterales a lo largo de la década, los dos países firmaron el Acuerdo de Ciencia y Tecnología EEUU-China, que proporcionaba un marco para regular la tecnología, intercambiar científicos, académicos y estudiantes, y desarrollar proyectos conjuntos.
Ahora, 45 años después, se ha permitido que ese acuerdo histórico caduque, víctima de un año de elecciones presidenciales estadounidenses y de las crecientes tensiones entre Estados Unidos y China. Y esta ruptura se suma a los aranceles estadounidenses a las importaciones procedentes de China, las prohibiciones a las exportaciones de tecnologías avanzadas a este país y, más recientemente, la inclusión de 42 empresas chinas en una lista de restricciones comerciales por suministrar material militar a Rusia. Las relaciones económicas entre Estados Unidos y China nunca han sido peores.
Las implicaciones son profundas porque varios de los problemas económicos más acuciantes del mundo sólo pueden resolverse con la contribución de ambos países. Y, para hacer frente a los retos mundiales, es indispensable la cooperación activa entre las dos potencias económicas.
Dicho esto, hay al menos unos tenues destellos de esperanza. El viaje a Pekín en agosto del asesor de seguridad nacional estadounidense Jake Sullivan -el primero de un asesor de seguridad nacional desde 2016 creó la posibilidad de un diálogo constructivo entre el presidente Joe Biden y el presidente Xi Jinping. Y lo que es más importante, es posible que la próxima administración estadounidense aprecie mejor la necesidad de la cooperación bilateral y tome medidas para reconstruirla.
Un punto de partida para el acercamiento podría ser la colaboración en la regulación de la inteligencia artificial. A falta de un acuerdo de este tipo, es inevitable que se produzca una carrera a la baja, ya que tanto EE.UU. como China rehuirían las normativas que pudieran dejarles atrás en el desarrollo de esta tecnología de vanguardia. Un acuerdo rehabilitado entre EE.UU. y China sobre ciencia y tecnología sería el marco obvio para negociar un conjunto adecuado de normas.
En segundo lugar, debe haber cooperación en la crisis climática, ya que sólo los países más grandes, que son también los mayores emisores de gases de efecto invernadero, pueden marcar el camino. El Acuerdo de Sunnylands, negociado a finales del año pasado, indica que ambas partes son conscientes de este hecho y sugiere que aún hay margen para que los dos países trabajen juntos.
Pero el progreso también requiere aprovechar la destreza de China en la fabricación de productos ecológicos. Haciendo más transparente su régimen de subvenciones, China podría asegurar a EE.UU. que no está practicando dumping con paneles solares, molinos de viento y vehículos eléctricos en los mercados mundiales. Así se podría inducir a Estados Unidos a eliminar los aranceles que encarecen la importación de productos chinos de tecnología verde.
De hecho, se puede hacer un negocio con el comercio en general. Si China hiciera más por impulsar el consumo interno de productos manufacturados, Estados Unidos tendría menos motivos para preocuparse por el desequilibrio comercial bilateral y por el superávit de China frente al resto del mundo. Reequilibrar la economía china de esta manera podría impulsar una reducción de los aranceles bilaterales y apoyar los esfuerzos para reactivar la Organización Mundial del Comercio.
China y Estados Unidos también tendrán que colaborar para reducir la carga de la deuda de los países de renta baja y ayudarles a financiar sus transiciones ecológicas. Del mismo modo, tendrán que acordar un régimen para limitar la competencia malsana en el espacio exterior. Su interés mutuo por contrarrestar la producción y el tráfico de fentanilo y otros estupefacientes es ya evidente.
Sin duda, sigue habiendo serios obstáculos a la cooperación: tensiones en torno a los derechos humanos, Taiwán, Ucrania y la incapacidad de China para ayudar a negociar una tregua en Oriente Medio. Por su parte, China está enfadada por las políticas comerciales y tecnológicas de Estados Unidos.
La esperanza es que Estados Unidos y China puedan compartimentar las áreas en las que ambos países tienen diferencias irreconciliables y aquellas en las que pueden cooperar, como ha sugerido el economista Fred Bergsten. Queda por ver si esto es posible.
Un futuro gobierno de Kamala Harris pondrá de relieve las violaciones de los derechos humanos por parte de China y dará prioridad a las quejas de los sindicatos estadounidenses. Y parece poco probable que Trump, en su segundo mandato, dé un giro de 180 grados y abrace a Xi como ha hecho con otros hombres fuertes, como Vladimir Putin, Viktor Orbán y Kim Jong-un.
Esto no quiere decir que la política estadounidense sea el único obstáculo para el progreso. La semana pasada, al llegar a Shanghai para asistir a la Cumbre del Bund, en la caseta de inmigración me preguntaron si trabajaba para el gobierno de Estados Unidos. Para poder entrar, tuve que explicar largo y tendido que el Estado de California, para el que trabajo, no es el gobierno federal. La pregunta - y el interrogatorio - no me dejaron optimista sobre la relación bilateral.
Pero, ¿quién sabe?
Hay pocas certezas en los asuntos mundiales. Lo que sí sabemos es que, sin una cooperación mucho mayor entre Estados Unidos y China, el mundo se encontrará en una situación desesperada...