Opinión

Asfixiante presión fiscal catalana

El recién investido presidente de la Generalitat, Salvador Illa.

La exigencia de implantar un concierto fiscal catalán, capaz de dinamitar el régimen común de financiación, es la más reciente –y extrema– manifestación de la voracidad recaudatoria que caracteriza a la política catalana de la última década.

Tan perniciosa tendencia empezó a desarrollarse mucho antes en el ámbito tributario en el que la Generalitat, como todos los Ejecutivos regionales, tiene plenas competencias, aquél que concierne a la creación de impuestos de índole exclusivamente autonómica. Es por ello que, en la intrincada maraña de tasas territoriales en vigor en 2024, Cataluña acapara el 20% de esos gravámenes. Su propia índole las aboca a focalizarse en sectores muy concretos (transporte, emisiones contaminantes, gestión del agua, juego...) y, por ello, su recaudación suele ser ínfima.

En el caso catalán, el conjunto de sus tasas obtiene menos de 1.000 millones al año. Pero los fiscalistas advierten de que suele tratarse de tributos con mucha capacidad para estorbar las actividades que gravan. No en vano crean el perfecto caldo de cultivo para reforzar las barreras administrativas y generan redundancias en la fiscalidad entre autonomías, e incluso con respecto a los impuestos del Estado central.

Por ello, hay autonomías como Madrid que han decidido prescindir por completo de estas tasas, mientras Cataluña discurre en sentido contrario y es la única que fomenta su creación, o la elevación de sus tipos, en el último lustro. Se trata de una política nociva para cualquier territorio, pero económicamente letal en una autonomía como la catalana en la que otras anomalías fiscales, como un tramo máximo del IRPF superior al 50%, ya bastaban para ejercer una asfixiante presión sobre el contribuyente.

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