
Han pasado más de dos años desde la invasión rusa de Ucrania. Si tuviéramos que definir la situación en el campo de batalla en estos momentos, podríamos decir grosso modo que está marcada por la resiliencia del ejército ruso, por las dificultades que la falta de material está provocando en las tropas de Kiev debido a la paralización de la ayuda de EEUU, amenazada, por otra parte, con su desaparición, si Biden es derrotado en las próximas elecciones; y, aunque las conclusiones del Consejo Europeo de 21 y 22 de marzo, insisten en que "la Unión Europea está resuelta a seguir prestando a Ucrania y a su población todo el apoyo político, financiero, económico, humanitario, militar y diplomático necesario durante el tiempo que haga falta y con la intensidad que se precise", parece que la concreción de esa asistencia tarda en producirse y, en todo caso, aparenta ser menor de lo que podría deducirse del sentido de estas declaraciones, dada la urgencia de la misma.
No quiero gastar ni una línea de este espacio para calificar la invasión, describir atrocidades contra la población civil o los horrores de la guerra, porque todos estamos viendo casi en directo la exhibición de la infamia y porque en este momento lo más trascendente es tener claro que Rusia no puede ganar después de la invasión y que tiene que devolver su soberanía y su libertad a los ucranianos. Si Rusia gana, estaremos dando por bueno que lo que ha hecho es válido, que el concepto de Estado soberano que nació con la paz de Westfalia se ha vaciado de contenido y que los principios básicos que nos dimos para conformar el actual orden internacional no sirven. En otros términos, si un estado puede invadir a otro y la comunidad internacional no lo impide, no habrá normas, sino arbitrariedad; no habrá estado de derecho, sino la ley del más fuerte.
La doctrina del apaciguamiento la hemos visto fracasar muchas veces, la más reciente en el caso de la anexión ilegal de Crimea que, como estamos comprobando, no frenó las ansias imperialistas rusas en territorio ucraniano. Por eso, debemos tener claro que la soberanía de los estados, la libertad para organizarse, el respeto al principio de no injerencia, el Estado de derecho legítimo y el acatamiento del Derecho internacional y humanitario hay que defenderlo, porque quienes quieren destruirlo están dispuestos a utilizar todas las armas que tienen a su alcance.
Desgraciadamente, las democracias liberales y el libre mercado, consustancial a las mismas, se enfrentan a las amenazas de las autocracias y a las de los movimientos populistas. Las primeras nos agreden desde fuera del sistema y los segundos desde dentro, utilizando las instituciones y las leyes que les permiten participar en el libre juego democrático, pero ambos movimientos trabajan con el objetivo de terminar con nuestros órdenes constitucionales. Por eso, tenemos que defendernos frente a las turbulencias internas que provocan el auge de los populismos de extrema derecha, de extrema izquierda o independentistas y frente a los ataques de las autocracias que no respetan los derechos humanos, los estados de derecho o nuestros regímenes de libertades y que suelen estar detrás de cualquier movimiento desestabilizador de las instituciones democráticas tal y como las concebimos en los países de nuestro entorno.
El despliegue de los movimientos populistas en Occidente está siendo global y se hace presente en todas las elecciones con su carácter cercano a los autócratas, seguramente apoyados por ellos, y crítico con los gobernantes elegidos democráticamente, no en vano comparten objetivos: terminar con el libre mercado y la democracia, fomentar el aislacionismo, descartar el multilateralismo como fórmula para la resolución de conflictos y alejarse de las políticas que exigen grandes acuerdos internacionales como las de la lucha contra el cambio climático, el despliegue o el repliegue de tropas, la limitación de las armas nucleares o el comercio internacional.
Ucrania sufrió hace dos años el ataque de una de las autocracias, pero quien de entre nosotros piense que, por situarse geográficamente al otro lado de Europa, está muy lejos de España, se equivoca, porque esa invasión nos interpela. Si vence el ejército invasor, la pregunta que cabe hacerse es quién será el próximo país ocupado, la próxima soberanía usurpada o qué ciudadanos europeos verán violentada su libertad. El triunfo de Rusia sería el fin de la seguridad europea. Por eso, apoyar hoy a Ucrania no es sólo, y ya es importante, apoyar la libertad de los ucranianos, sino mostrar una vocación inequívoca para defender los valores sobre los que se asientan las democracias liberales que han permitido la prosperidad de occidente y poner freno a uno de los peligros que amenazan con arrasar el libre mercado, las democracias occidentales y el orden internacional nacido después de la Segunda Guerra Mundial.
Defender nuestra democracia nos exige esfuerzos. Si la pandemia puso en evidencia la falta de autonomía industrial o sanitaria europea y, por tanto, española, hoy es una certeza también que debemos hacer frente a la escasa autonomía estratégica que padecemos. Posiblemente se ha derrumbado ante nuestros ojos el orden internacional nacido de la Segunda Guerra Mundial según el cual los europeos occidentales estábamos seguros bajo el paraguas de EEUU en particular y, posteriormente, de la OTAN en general, pero eso no nos puede llevar a renunciar a dar los pasos necesarios para invertir en defensa y en la industria de defensa y de seguridad, para contar con los medios que disuadan a quienes pretendan atacar nuestros sistemas de libertades y poder convertirnos en un actor global, capaz de defender nuestros intereses y proyectar nuestros valores, en el mundo.