Opinión

Ambigüedad sobre el concierto económico catalán y presión sobre las empresa

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El acuerdo entre el PSOE y Junts para la investidura de Pedro Sánchez profundiza en lo acordado hace unos días con ERC, repartiéndose de manera espontánea o premeditada los papeles en materia de reivindicaciones económicas al Gobierno central. Mientras ERC exige concesiones importantes de corto plazo como la condonación del 20% de la deuda con el Estado por la imposibilidad de atender a su repago parcial en 2024, Junts se centra en su reivindicación histórica de gestionar el 100% de los tributos mediante un sistema de concierto económico como existe en el País Vasco o Navarra y la vuelta de las sedes de las empresas a Cataluña, ambos hechos que requieren mucho más tiempo.

Antes de entrar en lo relativo a estas cuestiones económicas, es necesario analizar el acuerdo bajo dos premisas que se desprenden fácilmente de su lectura y la conexión con el entorno creado en las últimas semanas. Por un lado, es un texto intencionadamente ambiguo en el más estricto sentido del calificativo, salvo en tres decisiones muy concretas como son el apoyo a la investidura de Sánchez por parte de los diputados de Junts, la creación del "relator" internacional y la ley de amnistía. Todo lo demás es un lenguaje intrincado plagado de adversativas en las que se puede defender una cosa y su contraria, dando lugar a múltiples errores de circularidad lógica.

Por otro lado, está hecho para que sea una pieza perfectamente encajable en los acuerdos con ERC y BNG para facilitar rápidamente la investidura sin tener que negociar elementos nuevos. Siendo ERC el que ocupa actualmente el gobierno y Junts el aspirante más próximo en unas futuras elecciones autonómicas según apuntan las últimas encuestas, ambos con el objetivo de avanzar en una separación de España pero financiada por ésta, sus exigencias al PSOE son concordantes: contar, al menos, con 15.000 millones más a corto plazo (provenientes de la condonación de deuda) y, a largo plazo, con 20.176 millones anuales adicionales que actualmente se quedan en la caja común y que corresponden a la recaudación en Cataluña de los impuestos que están parcialmente cedidos, siendo los dos más importantes el IRPF y el IVA (datos al cierre de 2022 de Idescat).

Esta meta se antoja, cuanto menos, muy difícil de alcanzar tanto por razones de fondo (no es aceptable convertir España en una federación asimétrica sin que haya una mayoría cualificada y previa reforma constitucional) como de forma (el desequilibrio que produce apropiarse de más de 20.000 millones cada año al resto de las autonomías es de unas proporciones desconocidas para seguir financiando los servicios públicos básicos en el resto del país). Por ello, dada la dificultad, el que será el nuevo Gobierno de coalición y sus socios parlamentarios tendrán que buscar alternativas menos costosas y más fáciles de abordar con las que puedan justificar que lo firmado en los últimos días se está cumpliendo.

En este sentido, inevitablemente supone descargar toda la presión sobre la sociedad civil y, muy en particular, sobre dos colectivos muy concretos: los contribuyentes tanto catalanes como el resto de los españoles, y las empresas que cambiaron su sede social tras el referéndum ilegal del 1-O. En el primer caso, tanto el sistema de financiación autonómica como todos los mecanismos de inyección de fondos canalizados por el Estado hacia las CC. AA (como, por ejemplo, el reparto de los fondos #NextGenEU o del #RePowerEU y, en general, las partidas de inversión pública vía Presupuestos Generales del Estado) beneficiarán a la actual clase dirigente catalana, y dada su incompetencia manifiesta a la hora de que el dinero llegue a los proyectos de economía real que deben ser sus receptores, los contribuyentes sobre todo catalanes no se beneficiarán del dinero europeo y, al mismo tiempo, seguirán soportando el tipo medio efectivo de IRPF más alto de las CC.AA de régimen común.

Más preocupante, si cabe, es la presión que ejercerán sobre los propietarios, directivos y asociaciones de empresas que cambiaron su sede corporativa después del 1-O. Los independentistas saben que el mayor símbolo de su fracaso fue la deslocalización de más de 7.000 sedes corporativas en estos seis años. Es el dato que todavía separa su relato de la percepción internacional existente sobre Cataluña y España, en la cual han trabajado históricamente muy bien con los corresponsales extranjeros mientras desde el Gobierno central que había en 2017 y los posteriores no se ha hecho todo lo que se debería.

La vuelta formal de las empresas es una jugada económica y política que entraña incluso un riesgo mayor que el que había en 2017. Ni la mutualización encubierta de la deuda catalana ni el discurso del PSOE en torno al respeto del actual marco constitucional elimina el riesgo de que los independentistas decidan romper de nuevo la legalidad y, por consiguiente, implicar a las principales empresas que, si no reaccionan con contundencia, se verán arrastradas y cuando no colonizadas por el secesionismo.

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