
La creación jurisprudencial del Derecho tiene, por lo general, buena prensa entre los juristas. Es el complemento necesario de nuestro ordenamiento, y últimamente disfruta de un especial aroma de flexibilidad y adaptación al cambio, un tanto anglosajón, probablemente superior al que nuestro Derecho continental le presume. Esta flexibilidad en un mundo dinámico y cambiante contribuye a que la aceptemos con cierta naturalidad.
Pero también puede presentar aspectos negativos, como el llamado efecto bola de nieve, o sea el incremento progresivo del alcance de la doctrina, que convierte una solución razonable para un caso concreto en una suerte de remedio universal, con resultados no siempre felices. Otro efecto, el de congelación, hace difícil cambiar la doctrina una vez consolidada.
De este último es buena muestra la teoría del vínculo: una construcción jurisprudencial de aplicación al personal laboral de la alta dirección, que compagina tal posición con la presencia en el órgano de administración de la sociedad, como administrador o consejero, y que aplican nuestros tribunales desde finales de la década de los 80. Esta doctrina asume que tanto los directivos como los administradores pueden desempeñar funciones gerenciales o de administración y que, por ello, no es posible compaginar ambas posiciones, prevaleciendo la relación societaria que absorbe a la laboral de la alta dirección.
Las consecuencias de esta teoría no son baladíes, siendo, probablemente, la inexistencia de derecho a la indemnización pactada o legal en caso de extinción del contrato la más inquietante.
De siempre se ha echado de menos una más detallada regulación legal, que no vino con la reforma de la Ley de Sociedades de Capital de 2014 (a pesar de las ideas que parecen inspirar la misma) y, a falta de ello, alguna aclaración en la doctrina, de modo que las dudas prácticas persisten: ¿tiene sentido o debe entenderse que se aplique la doctrina a la dirección general, y no a otras direcciones si la dependencia y la extensión de poderes es igual, por el hecho de la limitación en el ámbito de actuación? ¿Hay una solución plenamente segura para el nombramiento de consejero (no delegado, no administrador) de un directivo? La situación clásica aplica de forma indubitada a la dirección general compaginada con la posición de consejero delegado o administrador. A partir de ahí, nunca ha existido una solución totalmente segura, si bien sí una doctrina que apuntaba como mínimo, a la cautela.
Cuando es esperable algún matiz en este sentido en la materia, aparece la Sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea de 5 de mayo de 2022. En el Estado miembro afectado existía una construcción jurisprudencial sobre la llamada acumulación de funciones, según la cual, si una persona acumula las funciones de dirección y presidencia del consejo de administración de una sociedad, no existe vínculo jerárquico ni de subordinación con la sociedad, de modo que no puede ser calificado de trabajador asalariado de acuerdo con su legislación nacional. Sobre esta base se excluye de la protección salarial impuesta por la Directiva 2008/94 a un trabajador, cuya reclamación judicial llegó, vía cuestión prejudicial, al Tribunal de Luxemburgo. La exclusión nacional se justificaba en la evitación de prácticas fraudulentas, algo que la directiva acepta; pero el Tribunal afirma que no puede admitirse una presunción general de abuso que no pueda ser destruida en función de los elementos característicos de cada caso particular. Por consiguiente, esta interpretación del Derecho nacional no resultaba admisible, al menos desde el punto de vista del disfrute de los derechos reconocidos en la directiva.
La sentencia ha llamado poderosamente la atención, y se ha valorado como un posible ataque a la teoría del vínculo. Seguramente el impacto real termine siendo menor, por diversas razones, pero su mera existencia, y más aún su consolidación, puede debilitar la continuidad de la construcción interna española.
Lo más llamativo es que el Tribunal de Luxemburgo, sobre la base de razonamientos ya conocidos y, en apariencia sin cambiar la doctrina, apunta a la modificación en la solución: los hechos pueden no ser suficientes, y en cierta medida hay que valorar, parece, las intenciones, , lo que no deja de crear confusión en una materia ya de por sí compleja.
Amenaza, por tanto, incertidumbre, y puede abrirse una fase en la que los trabajadores podrán discutir en los tribunales la permanencia o subsistencia de su relación laboral en circunstancias en las que, hasta ahora, pocas opciones de éxito podían albergar (al margen de mayor o mejor justicia material de los casos).
¿Veremos pronunciamientos matizados y adaptados a las voluntades de cada caso? ¿Abandonaremos una fase de aplicación automática de una doctrina que, en determinados supuestos, no deja espacio a matiz o alternativa, en lugar de perfilar la seguridad de otras situaciones que han estado más en la penumbra?
La sentencia contiene también una importante lección: la construcción multinivel del Derecho en Europa nos ha llevado a una situación en la que la actividad del Tribunal de Justicia puede llegar a alterar la dinámica del ordenamiento jurídico interno y a variar construcciones jurisprudenciales nacionales consolidadas. Hay un factor exógeno a la jurisdicción nacional, que puede llegar a introducir nuevas visiones en la dinámica aplicativa del Derecho español.
Y a todo esto ¿avanzamos en una suerte de línea jurisprudencial más anglosajona -y tal vez menos deseable- donde dispondremos más de pautas indicativas que de soluciones más concluyentes?