
Preparémonos para una etapa de conflictividad política y social. ¿A nivel nacional? No, sólo en aquellos territorios donde el poder no esté en las manos que debe estar. Se esperan elecciones municipales y autonómicas en mayo y si los resultados permiten mayorías similares a la que ha alumbrado el voto en Andalucía, la media España que todos conocemos y que ha de helarte el corazón sacará a la calle sus protestas contra el resultado de las urnas. Todo barnizado de lucha por los derechos y las libertades para que no parezca lo que Susana Díaz ha escrito negro sobre blanco en lo que parecen las postrimerías de su actividad como dirigente política de primera línea: "No vamos a aceptar que nadie nos arrebate lo que es nuestro". Eso, dirigido a todos los andaluces, el millón que la ha votado a ella y los dos millones setecientos mil que no lo han hecho. La carta pública de la todavía presidenta andaluza la podría haber escrito Mariano Rajoy el uno de junio pasado, y se entendería a la perfección el cambio de papeles. Hagan el juego de releerla y descubrirán hasta qué punto esos papeles son intercambiables.
Nunca he apoyado la formación de ningún gobierno que no lidere el partido que ha ganado las elecciones, por muy atomizado y proporcional que sea el resultado en este sistema electoral tan nefasto que tenemos. Y esta vez mantengo esa postura: el acuerdo por el que Moreno Bonilla lee hoy su discurso de investidura en Sevilla es el de los perdedores, las fuerzas que no han sabido ganar en votos lo que ganan ahora en despachos. Lo mantuve en la formación de los ayuntamientos y las comunidades en 2015, donde la izquierda arrebató al ganador la posibilidad de gobernar, y por supuesto se denunció cuando Pedro Sánchez ahormó su mayoría estilo Shelley para llegar a La Moncloa tras haber perdido de forma rotunda las elecciones. En España, el que pierde gana. Esa es la costumbre de nuestra curiosa democracia. Pero aclarada esa posición, hay que analizar la forma en que unos y otros encajan la pérdida del poder y la forma con la que justifican la vergonzosa estrategia de promover protestas y manifestaciones para deslegitimar a quien tiene la mayoría suficiente para ser investido y formar gobierno.
El Pacto del Botánico, acuerdo por el cual el PP fue desalojado por tres fuerzas políticas que planteaban cosas delirantes para Valencia, que afortunadamente han quedado inéditas, no se forjó con manifestantes rodeando las Cortes. Tampoco ocurrió en la formación del ayuntamiento de Madrid aquella mañana de junio en la que los radicales llegaban a la alcaldía gracias al apoyo del PSOE. En el Palacio de Cibeles ocurrió lo contrario: los concejales de Ciudadanos y PP fueron increpados y atosigados al entrar al edificio. No hubo tampoco hordas de manifestantes en la Carrera de San Jerónimo gritando contra el acuerdo, más o menos tácito, entre socialistas, la ultraizquierda, nacionalistas vascos, proetarras e independentistas catalanes para sacar adelante la moción de censura reciente. La democracia hay que aceptarla cuando te sonríen los resultados y cuando te son esquivos.
Ahora asistiremos en las tierras andaluzas al renacimiento del SAT, el proactivo sindicato que se pone la ley por montera asaltando fincas y locales comerciales, y que lleva mucho tiempo aletargado. Ahora, y no por obra del robo de los ERE, los cursos de formación y las tarjetas con fondos públicos utilizadas en prostíbulos, veremos activarse a los sindicatos tan dóciles por debajo de los Pirineos. Ahora veremos probablemente cómo del fondo de armario se sacan las prendas negras para señalar, amedrentar y desprestigiar a quienes traten de hacer su trabajo en la gestión de recursos públicos que son de todos, y no sólo de unos pocos como la presidenta Díaz ha escrito sin el más mínimo rubor.