
Fue en el año 1987 cuando el premio Nobel de Economía Robert Solow escribió una interesante reseña en The New York Times afirmando que la era del ordenador se podía ver en todas partes menos en las estadísticas de productividad.
Se refería de forma concreta a las décadas de los 70 y 80, en las cuales hubo importantes inversiones de capital en tecnologías de la información y comunicaciones. La capacidad de computación en EEUU se multiplicó por cien mientras que las tasas de productividad disminuyeron su crecimiento de un 3% a un 1%. Esta aparente contradicción fue popularizada posteriormente por los analistas financieros como la paradoja de Solow.
Algunos académicos coinciden en que el origen radica en la discordancia entre las medidas de productividad a nivel macro y las inversiones en tecnología a escala micro, adornada con una interesada inflación de los efectos beneficiosos de ésta. Lo cierto es que, bajo una visión más pragmática, los costes de propiedad son elevados como elevado es el porcentaje de proyectos TIC fracasados en términos de plazo, presupuesto y calidad. Probablemente la incorporación de la tecnología fue más marcada en los ámbitos administrativos y domésticos, pero menos en la producción de bienes y servicios.
Es verdad que posteriormente, en los años 90, ha habido un repunte en la productividad. No se sabe bien si debido al efecto retardado de aquellas inversiones TIC o, como muy acertadamente apunta el profesor Ajay Agrawal en su libro Máquinas Predictivas, al uso intensivo de los semiconductores que provocó una caída fulgurante del precio de la aritmética, dando origen a numerosos proyectos innovadores. Estos proyectos sí mejoraron de forma extraordinaria la productividad en los procesos de fabricación.
A pesar de ello, la paradoja sigue generando debate 20 y 30 años después. Está por comprobar que la llamada Transformación Digital y tecnologías asociadas (impresión 3D, eCommerce, Inteligencia Artificial, Machine Learning, Internet móvil, Cloud Computing, robótica…), vaya a generar realmente esos incrementos de productividad anunciados. En teoría, el abaratamiento de todos estos servicios digitales debería producir una sustitución progresiva de la mano de obra (el factor de coste más elevado en un proceso de fabricación) que se debería traducir en incrementos positivos del PIB y la productividad. Lo que no reflejarán estos índices será el aumento del bienestar social, al poder disfrutar de servicios casi gratuitos al alcance del móvil, sin salir de casa. Pero ésta es otra discusión.
La revolución que está desencadenando la digitalización creciente y, más en concreto, la Inteligencia Artificial, tan solo está empezando. Es cierto que se están eliminando trabajos repetitivos y básicos. También que se están creando otros de mayor valor añadido. Pero son menos. El reciclaje no va a ser posible a corto plazo. Como dice Calumn Chace, en su libro La Inteligencia Artificial y las dos singularidades, la primera de ellas será la singularidad económica, cuando las máquinas realicen gran parte de los trabajos.
Ello conduce a soluciones como las de la Renta Básica Universal. Cerca del 70% de los ciudadanos europeos ve con buenos ojos esta posibilidad. De hecho, hay experiencias activas en Finlandia (560 euros), Utrech (Holanda, 970 euros) o Livorno (Italia, 500 euros) y se está estudiando en la mayoría de las economías occidentales. En España, aunque no hay nada oficial, se hace selectivamente mediante las prestaciones sociales. Las administraciones públicas cubren un amplio espectro: emigrantes retornados, desempleados mayores de 55 años o larga duración, víctimas de violencia de género, familias monoparentales o numerosas, etcétera. La cuestión de la Renta Básica Universal se irá popularizando en nuestra sociedad y el mercado del trabajo tal y como lo conocemos quedará para los libros de historia.
Es previsible, pues, un futuro con millones de desempleados subvencionados de una u otra forma junto a miles de trabajadores altamente cualificados, con salarios considerablemente elevados. Y en el vértice, por supuesto, los dueños de las máquinas, una exclusiva minoría. Como define magistralmente el controvertido Scott Galloway en su imprescindible libro Four, entramos en la economía de la lotería: unos pocos se llevan las ganancias de todos.