
En los primeros años de este siglo, asistimos a cambios significativos que alteraron el mundo tal como lo conocemos, la forma en que nos comportamos y la forma en que los bancos centrales y los gobiernos hacen frente a las adversidades.
Tres de dichos cambios son la revolución de las tecnologías de la información y la comunicación, el calentamiento global y la crisis financiera mundial. Pero, ¿qué consecuencias podrían tener estos cambios en las respuestas políticas que podrían adoptarse en la próxima recesión? ¿Podrían la política monetaria y los tipos de interés ser sustituidos por política fiscal y tipos de cambio?
La crisis financiera mundial, así como la magnitud y el alcance sin precedentes de las respuestas de política monetaria y fiscal, han cambiado nuestra forma de entender el comportamiento de las economías y las medidas que deben adoptarse para evitar una recesión. Ante el hecho de que, después de la crisis, el sistema financiero no se desplomó y la economía mundial evitó una segunda gran depresión, podemos concluir que las respuestas fueron adecuadas y eficaces. Para encauzar las economías, se requerían políticas monetarias y fiscales a gran escala. En la actualidad, años después de la crisis, las economías se expanden a un ritmo entre modesto y moderado, al tiempo que se siguen beneficiando de condiciones monetarias acomodaticias. Sin embargo, algunas de las hipótesis y convicciones fundamentales acerca de cómo funcionan las economías han dejado de ser válidas, lo que hace pensar que las tornas han cambiado. Se trata de una nueva normalidad. Entre otras cosas, la relación entre la brecha de producción y la inflación, la llamada curva de Phillips -hipótesis central de la política monetaria-, se ha puesto en tela de juicio, como lo demuestra el que, a pesar del pleno empleo en EEUU, los salarios solo aumentan de forma modesta.
En esta nueva normalidad, el crecimiento es moderado y la productividad es reducida, la inflación y los tipos de interés son bajos, los balances de los bancos centrales son abultados y la deuda pública es elevada. En mayo, la economía estadounidense entró en su mes número 106 de expansión. Ésta es la segunda fase de expansión más larga desde 1854 (la más larga duró 120 meses). Si bien los ciclos económicos no mueren únicamente de longevidad, y este bien podría batir récords, creemos que es conveniente prever cuáles serán las próximas respuestas políticas a la recesión.
En un artículo de The Wall Street Journal, Eric Rosengren, presidente del Banco de la Reserva Federal de Boston, señalaba que gran parte de la capacidad fiscal ya se utiliza en el marco del estímulo de Trump, lo que reduce la capacidad del Gobierno para rebajar impuestos o impulsar el gasto federal para compensar la debilidad. También argumenta que, dados los cambios en la economía, no es probable que la Fed pueda subir los tipos como lo hizo en el pasado. En consecuencia, tendrá menos posibilidades de bajarlos si es necesario. En tiempos de recesión, la Fed los recortaba al menos un 5%. Actualmente se sitúan en el 1,75-2%, y se espera que sean inferiores al 3% a largo plazo, según el gráfico de puntos, por lo que el tipo de los fondos federales se mantendrá demasiado bajo para permitir el recorte del 5%. La orientación a futuro, la expansión cuantitativa y otras herramientas no convencionales complementarán el recorte, pero no creemos que sea suficiente para suavizar el ciclo económico.
Con toda probabilidad, la respuesta de política monetaria se verá complementada por una respuesta de política fiscal. Sin embargo, una vez más, las políticas gubernamentales se ven condicionadas. Cuando los tipos son demasiado altos, los gobiernos no pueden permitirse un estímulo fiscal financiado por la deuda. Es lo que ocurrió hace unos años en los países periféricos, y bien podría volver a ocurrir si la crisis italiana se agudiza.
La crisis financiera mundial nos muestra lo que probablemente suceda en la próxima recesión. Tras la caída de Lehman surgió rápidamente una colaboración entre los bancos centrales y las políticas gubernamentales, al quedar claro que los mecanismos de política monetaria no eran suficientes para restaurar el crecimiento de la actividad y estabilizar el sistema financiero. Fue una colaboración pragmática destinada a detener la recesión.
Diez años después, esta relación se ha estrechado y sus destinos están entrelazados. En un entorno de bajo crecimiento y escasa inflación, los gobiernos altamente endeudados necesitan tipos bajos para que la deuda pública sea sostenible. Al mismo tiempo, los bancos centrales necesitan una deuda pública sostenible, ya que los títulos de deuda soberana son los activos libres de riesgo que el sistema bancario está obligado a mantener para cumplir con la adecuación del capital bancario, los test de estrés de los balances y el riesgo de liquidez del mercado. En consecuencia, la sostenibilidad de la deuda es un elemento importante de la estabilidad del sistema bancario. En la próxima recesión, como los bancos centrales no podrán reducir los tipos como en el pasado, necesitarán el estímulo fiscal para superar sus limitaciones. Y en la próxima recuperación, a medida que el endeudamiento público vuelva a aumentar, los bancos centrales tendrán que mantener los tipos en niveles que sean compatibles con la sostenibilidad de la deuda. La colaboración se ha transformado gradualmente en mutualismo, una relación en la que ambas instituciones se benefician mutuamente. El peligro es que no puedan vivir la una sin la otra.