
El principio de acuerdo alcanzado entre Jean Claude Juncker y Theresa May en la madrugada del viernes es una prueba del pragmatismo británico y de cómo se deben hacer las cosas. Es cierto que aún hay un largo camino para el compromiso definitivo y que, probablemente, la primera ministra necesitaba un empujón a las negociaciones para salvar su puesto, muy en entredicho. Lo importante, sin embargo, es su acierto, porque se despeja la incertidumbre sobre la fecha del 29 de marzo, fijada por el Parlamento para la ruptura definitiva con la Unión Europea.
Las empresas o entidades financieras con intereses en la Isla tienen a partir de ahora mayor certidumbre del plazo que queda para la separación. Naturalmente, faltan por conocerse los términos del acuerdo comercial, el flanco más complicado, junto a los de la frontera norirlandesa o la aceptación del recurso al Tribunal de Justicia Europeo de manera voluntaria.
Con todo, la principal lección a extraer para el resto de procesos rupturistas es que los divorcios nunca salen gratis. Al contrario, son muy costosos. El punto que permitió el desbloqueo fue la aceptación de la factura a pagar por el Brexit, entre 40.000 millones y 60.O00 millones. Una cifra muy abultada, que más que duplica la propuesta inicial puesta sobre la mesa por Londres y que se aproxima a la petición hecha por Bruselas. Un éxito sin precedente para la diplomacia europea y un aviso a navegantes ante futuros desafíos por parte de sus miembros, que a partir de ahora conocen de primera mano el elevado coste de cualquier intento de separación.
La economía británica había perdido fuelle desde el anuncio del Brexit, la inflación está desbocada y el Banco de Inglaterra se vio forzado hace unas semanas a subir los tipos de interés para contener el aumento de los precios. Una situación muy complicada, a la que se suma una pérdida de poder adquisitivo próximo al 30 por ciento a causa del desplome de la libra.
Desde el principio, quedó claro que el gran perdedor del Brexit iba a ser la propia Gran Bretaña. Por cierto, España es uno de los beneficiarios del compromiso, dada la enorme relación comercial entre ambos reinos.
En algunos medios independentistas se comenzó a hablar de Catalexit, para remarcar las similitudes con el proceso británico. Pero se olvidaron de lo fundamental, el precio a pagar. Los independentistas prometieron a sus seguidores una ruptura con España sin coste alguno para su bolsillo. La Hacienda pasaría a recaudar los tributos desde el día siguiente a las Declaración Unilateral de Independencia (DUI), las pensiones serían abonadas por el Estado, que además asumiría la deuda pagada de la autonomía (unos 50.000 millones) y, por supuesto, no habría compensación por los más de 100.000 millones en activos, como puertos o aeropuertos o estaciones de ferrocarril que todos los españoles poseemos en Cataluña. Ningún banco o empresa se movería de la autonomía, ni las inversiones se resentirían. Cataluña sería como una pequeña Suiza, enclavada en el corazón del Viejo Continente, al que Europa no podía dejar marchar.
¿Como es posible que millones de ciudadanos se creyeran y aún sigan confiando en tal sarta de mentiras? Las primeras consecuencias del Catalexit ya las conocemos: caída en picado de la inversión y del turismo, paralización del consumo y de las expectativas de crecimiento y la salida de 3.000 empresas, que el Colegio de Registradores certificará la próxima semana.
La economía catalana, como la británica, corre el riesgo de entrar en recesión y el coste de su financiación, con el rating de su deuda en bono basura, habría sido insoportable si no fuera por el paraguas de protección que ofrece el Estado español. ¿Si un país como Gran Bretaña la quinta potencia económica, tiene que avenirse a pagar un enorme cheque para evitar irse al garete, qué hubiera sido de Cataluña, que ni siquiera es la dueña de sus infraestructuras?
Barcelona no tiene City financiera, ni la Generalitat acuña moneda propia, y su actividad económica y los ratios de desarrollo están a años luz de los británicos. Su independencia es una quimera.
Una prueba fehaciente de que los separatistas engañaron a sus electores es que ni ERC, ni PDeCat, ni por supuesto la CUP, se presentan a los comicios del 21-D con un programa económico. ¿Qué van a prometer después de comprobarse que todos sus planes eran falsos? La economía brilló por su ausencia en el debate televisivo celebrado el jueves pasado entre los principales candidatos de las formaciones políticas que concurren a las elecciones.
En Moncloa están confundidos con el resultado de los sondeos electorales. Xavier García Albiol se hunde hasta el último puesto, por detrás incluso de la CUP, pese a que su programa económico recoge una bajada de impuestos y un plan para que vuelvan las empresas que se fueron. Los catalanes han decidido castigar a Rajoy, por no escucharlos a tiempo.
Inés Arrimadas, una candidata que presume de su origen andaluz, capitanea el voto no independentista, al igual que hizo Ciudadanos en el resto de España. Después de descubrir que en la izquierda hay demasiados contendientes, Albert Rivera dio un volantazo a la derecha, que comienza a dar sus frutos. Se dispone a lograr los votos del PP más conservador, como ocurrió cuando apoyó la implantación del 155 ante la indecisión de Rajoy, o con sus críticas a la Ley de Concierto y Cupo de vascos.
El candidato socialista, Miquel Iceta, se descolgó la última semana con dos propuestas muy controvertidas para atraer el voto nacionalista sobre la condonación de parte de la deuda y la cesión de todos los impuestos a Cataluña. El todo gratis está muy interiorizado entre los políticos, aunque la factura la paguemos entre todos los españoles.
La reciente incorporación de Ramón Espadaler, antiguo líder de Unió, le está sirviendo a Iceta para recoger el voto de los pequeños empresarios y autónomos, arrepentidos del independentismo. Si la estrategia sale bien, puede impedir la mayoría absoluta del independentismo. El candidato del PSC persigue en realidad los votos que dejó escapar Santi Vila o Fernández Teixidó, al no conseguir fondos para crear su partido.
El objetivo de Iceta es entrar en un hipotético tripartito, junto a ERC o Cataluña en Comú. La victoria de Arrimadas, por el contrario, no le servirá más que para seguir liderando la oposición. Los partidos constitucionalistas pierden una oportunidad, al esconder las nefastas consecuencias económicas del separatismo en sus discursos electorales. La factura de un hipotético Brexit catalán asusta con solo empezar a sumar conceptos.
En el frente político, el ministro de Energía, Alberto Nadal, se lleva el gato al agua en la opa de Abertis. La Abogacía del Estado le da la razón, al considerar que la venta de la empresa está sujeta a la autorización del regulador, es decir del Gobierno.
Nadal quiere evitar que se repita la experiencia de Endesa, que después de ser adjudicada a Enel, traspasó una parte de la carga de trabajo a sus proveedores italianos. Por eso, no está dispuesto a dejar escapar a Abertis sin ponerle condiciones. La abogacía pública respalda la tesis de Nadal de que Abertis no actúa en el libre mercado, al gestionar Hispasat, propietaria de los satélites militares españoles, así como por varias concesiones de autopistas otorgadas en exclusividad por el Estado.
La economía global sigue en buena racha. Al compromiso entre May y Juncker se une el efecto de la reforma fiscal de Donald Trump, que obtuvo su visto bueno en el Senado americano. Para Europa, tanto la reforma fiscal, como la inminente subida de tipos de interés en Estados Unidos, deberían fortalecer el cambio del dólar frente al euro. El billete verde gana algo más del 1 por ciento en la semana, aunque pierde el 12 por ciento en el año.
En España, las exportaciones crecen al 9 por ciento y son el motor económico, frente a una demanda interna que empieza a renquear por Cataluña. La principal preocupación de los economistas europeos se centra en la revalorización del euro, que propina un golpe a la productividad de las empresas, que crecen por primera vez en muchos años a paso de gigante.
PD.- Mariano Rajoy deberá echar toda la carne en el asador para salir airoso del reto de colocar un español en el puesto de vicepresidente del BCE. Hace unas semanas el ministro de Economía, Luis de Guindos, lo daba por seguro. Pero el presidente del Banco Central irlandés, Philip Lane, con muchos méritos a la espalda por haber reducido drásticamente la prima de riesgo y el precio del bono nacional, está dispuesto a entrar en la liza por el puesto. Sería la segunda ocasión que España se queda sin una silla en los grandes organismos europeos.