
La economía de China ha seguido un rumbo sorprendente en los últimos años: de motor sin precedentes a importante riesgo mundial, al menos en opinión de algunos. De hecho, en vista de que este año el crecimiento casi seguro que no alcanzará el objetivo del 7 % fijado por las autoridades.
El crecimiento de China llevaba un tiempo siendo insostenible. Un plan poco prudente de estímulo de la inversión en activos fijos, adoptada como reacción ante la crisis financiera mundial, mantuvo el crecimiento del PIB en el nueve % durante dos años, pero, después de 2011, el estímulo se convirtió en una atadura macroeconómica, que causó un desplome del crecimiento de la inversión de una tasa nominal de más del 30 % a otra del diez %, aproximadamente, hace poco.
El exceso de capacidad y un crecimiento en declive se refuerzan mutuamente. No sólo tiene el exceso de capacidad repercusiones negativas en el crecimiento; tal vez más importante sea que un crecimiento marcadamente decreciente también contribuye a despidos en masa en algunas industrias (en particular la de los recursos naturales y las industrias pesada y química).
Lo que hemos de preguntarnos es por qué continúa la desaceleración. Una línea de pensamiento popular se centra en los factores estructurales a largo plazo, como, por ejemplo, la transición demográfica, pero hasta ahora pocos estudios han indicado que los factores estructurales sean suficientes para explicar la magnitud del declive de la tasa de crecimiento de China en los dos últimos años.
Una respuesta más convincente se encuentra en la posición de China en materia de política monetaria. Desde que pasó a ocupar su cargo en 2013, el primer ministro del Gobierno, Li Keqiang, ha optado por no relajar las rigurosas políticas macroeconómicas del Ejecutivo anterior, sino por abrigar la esperanza de que la consiguiente presión sobre las industrias existentes contribuya a estimular el cambio estructural, tan deseado por las autoridades, centrándose en el consumo de los hogares y en los servicios. Los economistas acogieron con agrado ese planteamiento ostensiblemente racional, que aminoraría el aumento del crédito impulsor de una acumulación de deuda enorme en el período de 2008-2010.
Pero, para que ese planteamiento dé resultado, el crecimiento del PIB tendría que mantenerse constante, en lugar de reducirse marcadamente, y no ha sido eso lo que ha sucedido. De hecho, aunque el ajuste estructural continúa en China, la economía está afrontando una contracción cada vez más grave de la demanda y una continua deflación. El índice de precios al consumo (IPC) se ha mantenido por debajo del dos % y el índice de precios de producción (IPP) ha sido negativo durante 44 meses.
En un país con una enorme cantidad de liquidez -la M2 (una medida común de la masa monetaria) equivale al doble del PIB de China- y unos costos de los préstamos que siguen aumentando, eso es algo que tiene poco sentido. El problema estriba en que el Gobierno ha mantenido un tipo de interés de referencia ajustado al PPI que supera el 11 %. Los tipos de interés ascienden a un ridículo 20 % en el sector bancario paralelo e incluso mayor en el caso de algunos préstamos privados.
El resultado es unos costos financieros excesivamente elevados, que han impedido el mantenimiento de una rentabilidad marginal por las empresas de muchas industrias del sector manufacturero. Además, la clausura de las plataformas de financiación de las administraciones locales, junto con el límite máximo de los créditos impuesto por el Gobierno central, ha hecho que el gasto local de capital de inversión en infraestructuras se redujera hasta un nivel sin precedentes. Como las administraciones y las empresas locales tienen dificultades para pagar los intereses, entran en un círculo vicioso: endeudarse con el sector bancario paralelo para cumplir con sus obligaciones, con lo que aumenta aún más el tipo de interés sin riesgo. Si unos tipos de interés reales excesivamente elevados están socavando la demanda interna que China necesita para corregir la desaceleración económica. La respuesta aparente es el primordial compromiso gubernamental de alejar la economía del crecimiento impulsado por la inversión y la exportación.
Pero es dudoso que China pueda alcanzar la reequilibración impulsada por el consumo que pretende. Al fin y al cabo, ninguna economía asiática con gran rendimiento ha logrado semejante reequilibración en el pasado y China tiene un modelo de crecimiento similar. Así las cosas, la actual deflación de China debería motivar a sus autoridades para aplicar una flexibilización monetaria. Semejante iniciativa, para la que China tiene mucho margen, no sólo permitiría la reducción de las cargas de deuda existentes, sino que, además, permitiría la refinanciación de la deuda a medida que se acelere la economía.
De hecho, como la mayoría de los préstamos bancarios de China están ahora inmovilizados en infraestructuras y otros activos físicos, antes que el desapalancamiento es preferible impulsar la demanda. Lo fundamental es reducir los tipos de interés para mitigar los riesgos financieros de un elevado apalancamiento y permitir la reestructuración de las deudas de las administraciones locales. Unos menores costos de endeudamiento impulsarían también el mercado de capitales de China, que es fundamental para proporcionar financiación. Naturalmente, China debe seguir con las cancelaciones y canjes de deuda y mantenerse en la vía de la reforma estructural, pero las autoridades deben reconocer el daño que se hace con unos tipos de interés reales excesivamente elevados. La flexibilización monetaria es decisiva para impedir que se aminore más el crecimiento y garantizar, así, la estabilidad económica interna y mantener el impulso de la recuperación a escala mundial.