El próximo desafío para la economía española y mundial no provendrá de Grecia, ni tampoco de Cataluña como le gustaría a Artur Mas, sino de China. El gigante asiático, la segunda economía mundial sólo por detrás de Estados Unidos, sufre un resfriado. Pero nadie sabe a ciencia cierta si es un simple catarro pasajero o derivará en una pulmonía, mucho más difícil de tratar.
En julio, la bolsa china sufrió un desplome del 30 por ciento, que el Gobierno de Pekín y el Banco Popular Chino, conocido popularmente como Yang Ma ó Gran Mamá, contrarrestaron interviniendo en los mercados de valores.
Los inversores chinos, ansiosos de disfrutar de los beneficios del capitalismo vieron sus sueños rotos y muchos acabaron en la ruina. El Banco Central creó previamente unas acciones de tipo A, aptas para el capital extranjero, a la par que relajó los límites del crédito, así como de las reservas de la banca para estimular los préstamos.
Las nuevas normas fueron utilizados por los pequeños inversores para comprar acciones a crédito. Cuando cayeron los precios, el aval no cubría la garantía dada, lo que obligó a desprenderse de las acciones de forma masiva y derrumbó el mercado de valores de Shanghai. Igual que ocurrió en España con el estallido de la burbuja inmobiliaria.
La recién inaugurada libertad se acabó de golpe. Prohibieron las salidas a bolsa y que las sociedades públicas ó los socios con más del cinco por ciento en una cotizada vendan acciones. El experimento de atraer inversores para muchas sociedades como alternativa a la financiación bancaria concluyó así en un sonoro fracaso.
En el caso de la moneda china, el yuan o renminbi, las autoridades volvieron a ensayar la economía de mercado con un resultado similar a la apertura del mercado bursátil. Pekín tenía un gran empeño en que el renminbi fuera aceptado como una de los integrantes de la cesta de divisas del Fondo Monetario Internacional (FMI), junto a las grandes divisas. Una manera de reafirmar su poderío económico. Pero el organismo dirigido por Christine Lagarde suspendió su examen de acceso y lo conminó a liberalizar el tipo de cambio de su moneda antes de la próxima reválida, prevista para 2016.
El Gobierno aprovechó la caída de las exportaciones en julio en más del 8 por ciento para poner en marcha la receta que le recomendó el FMI. En primer lugar, modificó la fórmula del tipo de cambio. El nuevo método tiene en cuenta el valor de cierre de la jornada precedente, en lugar del cambio medio, entre otros factores, para adaptarse mejor al valor del mercado exigido por el organismo multilateral. El lunes pasado (madrugada del martes en Europa), el mundo se despertó con una devaluación del renminbi del 1,9 por ciento, hecho que ocurría por primera vez desde la década de los noventa. En las últimas dos décadas, la divisa china no había hecho más que subir. El yuan se revalorizó alrededor del 30 por ciento frente al dólar en estos años sin poner en cuestión el crecimiento chino. Toda una exhibición de la fortaleza de la economía, que hoy ya no es posible.
Los mercados europeos, que se preparaban para celebrar por todo lo alto el acuerdo con Grecia con una potente revalorización, acusaron los primeros el impacto, con caídas de en torno al dos por ciento, que se sumaron al tres por ciento del día siguiente.
El desconcierto fue la tónica generalizada. Cuando casi todos estaban pendientes de una subida de los tipos de interés americanos en septiembre, la primera desde el estallido de la burbuja de las hipotecas basura en 2008, China sembraba las alarmas sobre su economía y complicaba el panorama a futuro.
El martes (miércoles en Occidente), el Banco Central agravó la incertidumbre al reducir el 1,6 por ciento adicional el precio oficial de su moneda. Algunos analistas vaticinaban que la devaluación podía alcanzar el diez por ciento antes de final de año para relanzar las exportaciones.
El problema es el impacto negativo tanto fuera como dentro del país. En Europa, el principal socio comercial, la actuación cayó como un jarro de agua fría, ya que encareció rápidamente el euro y, por ende, sus exportaciones en un momento aún delicado para su recuperación. El presidente del BCE, Mario Draghi, advirtió al consejo de la institución en la reunión de julio que la situación de China podría ser peor de lo esperado, por lo que había que estar preparado por si era necesario adoptar medidas adicionales. En Estados Unidos, donde se preparan para subir los tipos a fin de dotar con más armas a la Reserva Federal ante la próxima crisis, la maniobra introducía presión para retrasar la medida ante el riesgo para la economía global.
Los países emergentes, sobre todo asiáticos, respondieron con una caída del valor de sus monedas. En un primer momento, se temió por el inicio de una guerra de divisas que hubiera dañado el crecimiento global. Las materias primas, con el petróleo y los metales a la cabeza, de los que China es el principal consumidor, fueron los principales perjudicados.
El movimiento dio lugar a especulaciones de todo tipo y despertó los peores augurios. Las autoridades chinas se dieron cuenta que los grandes damnificados podían se ellos mismo. En los últimos años, muchas empresas chinas han emitido bonos en moneda extranjera o se han endeudado en dólares, lo que encarecería su factura para cumplir con su compromiso. Existen alrededor de 6,2 billones de bonos en dólares de firmas chinas. Una caída precipitada del yuan amenazaba, además, con provocar una salida masiva de dinero y de inversiones, así como una restricción crediticia, que ahogue el crecimiento.
El miércoles (jueves en Europa), el Banco Popular de China convocó una rueda de prensa por primera vez en décadas para dejar claro que no pretendía devaluar más su moneda y que retomaba el control. Es la segunda vez en pocos meses, que las autoridades chinas tienen que rectificar sus decisiones.
El yuan se depreció alrededor del 3 por ciento frente al dólar, aunque hay quien prevé otro descenso a finales de año. Los mercados volvieron a la calma, pero la incertidumbre está ya sembrada. Con una desaceleración de la economía china en ciernes, la cuestión es si el Banco Central actuó precipitadamente porque teme una fuerte caída del crecimiento o si lo hizo para reivindicar un mayor protagonismo de China en el mundo y adaptarse a las reglas del mercado libre.
Probablemente, haya una mezcla de ambas cuestiones. China está llamada a ejercer una mayor influencia y sus dirigentes muestran una gran inexperiencia en el mercado, a juzgar por los palos de ciego de estos últimos meses.
Pero detrás de la caída de la bolsa o de la devaluación de su moneda, hay un rosario de malos datos, unidos a una burbuja inmobiliaria y otra del crédito, que nadie sabe si llegará a explotar.
Hasta ahora todo parecía estar bajo control, pero los últimos acontecimientos apuntan a que no es así. La falta de transparencia e, incluso, la infiabilidad de unas cifras que a duras penas casan con el 7 por ciento de crecimiento oficial, arrojan dudas permanentes.
Un estallido de la crisis china con la recuperación europea aún en ciernes y la americana sin consolidar por completo despertaría nuevamente el fantasma de la crisis. Crucemos los dedos. De momento, disfruten de las vacaciones, si pueden.