
La vicepresidenta tercera del Gobierno y ministra para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico, Teresa Ribera, ha acusado a las eléctricas españolas de presionar en centros de poder de la Comisión europea para que Bruselas no acepte el plan de España y Portugal que permitiría a estos países intervenir los precios del gas.
Opina que las eléctricas españolas "quieren descarrilar la propuesta". Esto está ocurriendo, pero no son las eléctricas españolas solamente, sino las europeas en su conjunto las que ven en esta propuesta ibérica un perjuicio para el mercado, una distorsión artificial que viene a fracturar la unidad, precisamente en un momento en el que la acción conjunta se presenta como una garantía para superar la situación del alza de precios de la electricidad y de la dependencia energética.
En el fondo, existe el temor de que hacer excepciones resulte muy caro. Aceptar la llamada excepcionalidad europea en materia de energía puede ser el principio de un desajuste que vaya más allá de la política de precios o del propio marco regulatorio de la energía. Si Portugal y España hacen valer una excepcionalidad en dicha materia, sería un precedente para desarticular políticas comunes en otros sectores, no solo en España, sino en el resto de países que no se sintieran cómodos con determinadas regulaciones europeas o que pudieran obtener ventajas propias desligándose de las políticas comunes y llevando a cabo fórmulas propias. Porque siempre puede invocarse una excepcionalidad que sustente un descuelgue o un desmarque o que justifique la posibilidad de actuar al margen del resto de socios europeos. Y no solo en materia energética. Es, sencillamente, el inicio de la brecha por donde los particularismos pueden servir para agrietar la unidad jurídica y económica europea.
Para los euroescépticos y para quienes ven en la Unión europea una amenaza, (Rusia, precisamente, es un ejemplo y ahora mucho más), esta fractura -nada menos que en un asunto como la formación de precios en materias estratégicas- sería claramente muy bienvenida porque significaría el principio de su fragmentación. Hasta ahora, Bruselas no ha confirmado la propuesta ibérica, sino que se ha comprometido a estudiar las medidas excepcionales que se le presenten. Pero es evidente que la Comisión europea no puede permitir que dos países se desliguen absolutamente de la política común y menos todavía si eso supone intervenir el mercado de forma tan importante como se pretende.
La idea de fijar el precio del megavatio en treinta euros parece un anzuelo de los proponentes para que Bruselas lo eleve y acabe situándolo por debajo de cien, lo que ya sería aceptable para Portugal y España. Pero, como la ministra Ribera sabe, el lobby de las eléctricas jugará un papel destacado para tratar de impedir que la excepcionalidad acabe distorsionando excesivamente el mercado y encapsulando a dos países en una burbuja que solo aparentemente sería inmune a las leyes del mercado. Ribera no puede pretender, por otro lado, que la propuesta ibérica sea aprobada, sin más y además sin oposición y con entusiasmo, si supone algo más allá que una pequeña intervención de precios en un plazo limitado.
Es más que probable que Bruselas, sin necesidad y al margen de la presión de las eléctricas europeas –no solo españolas, señora ministra- corrija el precio intervenido que proponen España y Portugal. Es más que probable que esa cifra se aproxime al punto óptimo en que se haga compatible la novedosa excepcionalidad ibérica con la ineludible necesidad de evitar los riesgos de generar distorsiones del mercado.