No hay tiempo que perder. Hay que evitar que la temperatura del planeta aumente más de 1.5°C respecto a la era preindustrial.
Hoy sabemos perfectamente por qué. Disponemos de numerosos estudios (como el Special Report: Global Warming of 1.5°C del IPCC o el A Degree of Concern: Why Global Temperatures Matter de la Nasa) que acreditan que a partir de una determinada subida de la temperatura nuestras vidas, tal y como las conocemos, corren peligro.
Las potenciales consecuencias son múltiples y devastadoras: pérdida de arrecifes de coral, destrucción de biodiversidad y hábitats, desaparición de islotes, puertos y costas turísticas, aumento del riesgo de incendios, inundaciones y sequías, cosechas fallidas, hambrunas, estrés demográfico… Algunos de estos acontecimientos, que hasta hace poco solo veíamos en los telediarios como noticias extraordinarias que ocurrían lugares remotos, ya forman parte de nuestra memoria reciente, como es el caso de la Dana, el fenómeno atmosférico que asoló la provincia de Alicante en 2019 con pérdidas millonarias.
Para evitar estos desastres, tenemos que reducir las emisiones de gases de efecto invernadero. Actualmente, emitimos más de 51.000 millones de toneladas de CO2 en todo el planeta. Si tenemos en cuenta que cada vez somos más, vivimos más y necesitamos más, el problema tiende a acrecentarse.
El camino lo sabemos. Hay que descarbonizar la economía y evolucionar hacia fuentes de energía renovables. Pero no es suficiente. Esa transición hacia energías verdes nos permite abordar el 55% de las emisiones globales de gases de efecto invernadero, pero para cumplir los objetivos climáticos de la ONU es imperativo resolver el 45% restante a través de la economía circular. Así lo sostiene el informe de la Fundación Ellen MacArthur Completing the picture: How the circular economy tackles climate change. En definitiva, tenemos que rediseñar cómo producimos, cómo consumimos y cómo vivimos en sociedad.
La cuestión es si lo estamos haciendo. Naciones Unidas nos avisa: no. Si seguimos haciendo las cosas igual, es probable que en 2050 lleguemos a una subida de 3.7° y quede poco margen para evitar la catástrofe climática. Según datos del Circular GAP Report 2021, tan solo el 8,6% del PIB mundial proviene de la economía circular, cuando para cumplir con los objetivos de lucha contra el cambio climático deberíamos acercarnos al 17%.
Queda mucho por hacer. Quizás, porque seguimos disociando lo que necesita nuestro planeta de lo que necesitamos nosotros como personas, cuando han de ser una misma cosa. Haciendo uso de la etimología clásica del concepto "economía", debemos administrar de manera conjunta la casa propia y la casa común.
Un caso reciente lo vemos en el rechazo de la ministra para la Transición Ecológica, Teresa Ribera, a incluir la energía nuclear y el gas natural en la taxonomía verde europea como una opción temporal necesaria para orientar las inversiones verdes. En plena crisis de suministro, con los precios energéticos disparados y ante la dificultad de cumplir los objetivos de reducción de emisiones, parece poco sensata la actitud del Gobierno. Sobre todo si se tiene en cuenta que la energía nuclear no emite CO2 y que el gas natural solo lo hace de forma limitada (sus emisiones son una tercera parte que las del resto de combustibles fósiles), por lo cual ambas fuentes energéticas están presentes en todos los modelos de la Unión Europea para la descarbonización.
Evitar que el planeta suba su temperatura por encima de 1,5 grados centígrados es posible, pero debemos tener el enfoque correcto. Si la economía y la lucha contra el cambio climático no van de la mano, nos arriesgamos a que el ecologismo sea impopular o a que se fomenten populismos negacionistas. Solo hay que ver la reciente huelga en el transporte o la crisis de los chalecos amarillos en Francia para darnos cuenta de las amenazas.
La gente quiere contribuir a que haya un mundo mejor pero también quiere mantener a sus familias y pagar la hipoteca. Tenemos la responsabilidad de hacer posible que estas ambiciones sean compatibles. Evitaremos así que convulsiones como la guerra en Ucrania nos coloquen frente a disyuntivas existenciales y a revisionismos caducos.