
El negro panorama al que está abocada la economía española, según todos los informes que se han conocido durante la cuarentena, amenaza con cambiar el signo de los acontecimientos que el gobierno creía tener bajo control.
Las previsiones de profunda recesión, déficit público cercano al diez por ciento y deuda pública superando ampliamente el 100% del PIB, con una caída sin precedentes en los ingresos, van a obligar a los responsables económicos a hacer profundas e inminentes reformas si no quieren evitar que alguien venga y se las haga desde fuera, como le ocurrió al ex presidente Rodríguez Zapatero hace exactamente diez años. Y esas reformas sólo pueden pasar por la palabra tabú de cualquier gobierno progresista, máxime si alberga a la extrema izquierda como es el caso del español: la palabra "recortes".
Los miembros del gabinete podrán estos días, como vienen haciendo, distraer la atención con juegos malabares, desenfocar respuestas ante las preguntas de la prensa con divagaciones plagadas de lugares comunes, y preparar panes de estímulo y subvención a modo de golpes de pecho y mensajes contra los ricos. Pero la realidad es tozuda, y si España aspira a una ayuda económica de la UE en los términos que va a ser necesaria, tendrá que aceptar las condiciones que pondrán quienes aflojen su bolsillo para ayudar a una economía devastada en apenas dos meses, con índices que la situarían en el desastre posterior a la guerra de los años 30 del siglo pasado.
Lo que está ocurriendo recuerda la situación que vivió Grecia en los años 2014 y 2015, cuando tuvo que verse sometida a un segundo y tercer rescate de su economía. La formación que entonces lideraba el ejecutivo heleno, la Coalición de la Izquierda Radical Syriza, está hermanada con Podemos y por entonces sus líderes compartían mítines defendiendo los intereses de la clase trabajadora. Cinco años después Syriza está en la oposición griega con 86 escaños de los 300 que tiene el parlamento, y Podemos está en el gobierno español, abocado a tomar una decisión similar a la que los amigos griegos tuvieron que afrontar en los meses de su bajada de la nube, cuando asumieron que la troika iba a meter la tijera de forma brutal en el estado del bienestar de su país.
El vicepresidente Pablo Iglesias, quien compartía escenario en la plaza Omonia de Atenas con Alexis Tsipras en enero de 2015, seguro que va a empezar pronto a sentir el mismo vértigo que le asaltó al ministro de finanzas griego Yanis Varoufakis cuando comprobó lo que era necesario hacer en su país para volver a la senda del crecimiento y no se resignó a vivirlo en primera persona, presentando su dimisión en julio pocos días después del rotundo no de los ciudadanos griegos en referéndum a los ajustes que exigía Bruselas. Su gobierno iba a contradecir de forma sonora al pueblo y a aceptar las condiciones para el rescate como única salida de futuro para el país, como así se demostró cuando en el verano de 2018 se dio por concluido su programa de asistencia financiera. Iglesias, como Varoufakis, tendrá que aceptar dolorosas medidas de austeridad o dejar el gobierno. Porque no le creemos capaz de mantenerse en sus cargos aceptando el sapo incomestible de un programa de recortes contra el que siempre ha luchado, en las calles y en los despachos.
La Grecia de Tsipras y Varoufakis subsistía en un desorden fiscal y en un endeudamiento imposible de sostener, como la España del coronavirus. Los negociadores europeos no van a tener muchas ganas de revivir la negociación que
llevaron a cabo con el equipo de finanzas griego en aquel lejano 2015, en el que llegaron a pedir al primer ministro griego que retirara al ministro de las conversaciones. Verán en Iglesias a un Varoufakis redivivo. En ese pulso es donde comprobaremos la capacidad real de cambiar la realidad que tienen las formaciones políticas nacidas en el caldo de cultivo de la crisis financiera de una década atrás.
Mientras tanto, las colas para conseguir alimentos han irrumpido en la realidad social y deben ser un aldabonazo en las conciencias de Sánchez y de Iglesias. Quienes se ven obligados a pedir comida como en el caso de Aluche y en otros tantos lugares que no se ven en los medios pero que son reales, son familias cuyo último ingreso se produjo el día 29 de febrero, hace casi diez semanas. Los más afortunados tendrían unos ahorros para hacer frente a la desaparición de sus salarios. Las promesas de obtener ingresos alternativos con los ERTES se han desvanecido para muchos de ellos. Este cronista se crio en el barrio madrileño de Aluche y allí vivió casi hasta la treintena. Las gentes que lo habitan son en su mayoría votantes de los dos partidos que forman el gobierno. Y las soluciones de la "mayor movilización de recursos de la historia democrática de España" no les llegan.
La palabra pobreza ha desaparecido del vocabulario de los dirigentes de Podemos. ¿Es que esta crisis no provoca pobreza como aquella de hace diez años?. No se apela ya a la desigualdad social si no es para la consabida retahíla contra los millonarios, a los que ahora se va a "castigar" con dos puntos más de IRPF y cuyo dinero comenzará a abandonar el país en busca de destinos más seguros. El coeficiente Gini del Banco Mundial no está ahora en el debate, aunque España sigue manteniéndolo demasiado alto con 33,7 puntos en el ranking.