
El mismo individuo que pudo convertir España en un tranquilo y próspero país de centro, ha pasado a hacer vicepresidente a Iglesias, consolidar a Vox, y, de rebote y paradójicamente, dar un nuevo impulso al secesionismo catalán.
Un par de meses después de las últimas elecciones y con el polémico gobierno de España recién constituido, no me resisto a hacer una pequeña reflexión sobre una figura, ya voluntariamente auto preterida del escenario político español, pero cuyas acciones y omisiones pasadas condicionaran inevitablemente el inmediato futuro de nuestro país.
En esta España nuestra que tiende endémica y tristemente hacia la anarquía individual y hacia la radicalidad colectiva, Albert Rivera empezó encarnando, en su día, la deseada esperanza de una nueva clase de político –joven, moderno y preparado–, capaz de instalar en la política española el sentido común y la moderación; rescatando para el presente el milagro de aquella añorada centralidad y capacidad de entendimiento que caracterizó, hace ya tanto tiempo, al mayor y más raro logro alcanzado nunca en la política nacional. Pero ¡quia!, aquel bonito sueño de muchos, que el Dr. Albert Jekyll nos había empezado a hacer disfrutar, se lo ha terminado por cargar, en buena medida, Mr. Rivera Hyde, haciéndonos vivir la pesadilla de una realidad nacional cada vez más confusa y extremada.
El egocentrismo e intransigencia de Rivera ha causado la deriva política actual
Como tantos otros ciudadanos españoles asistí ilusionado al surgimiento– primero en el ámbito catalán y después en el nacional–, de un atractivo personaje, y con él también de un nuevo partido político, que defendía cosas muy razonables, hacía propuestas que sonaban muy bien y que, además, y gracias a su gran capacidad comunicativa, consiguió, en muy corto espacio de tiempo, encandilar a una significativa parte del electorado que comenzó a creer que existía otra manera de hacer política; otra forma más honesta, más clara y más dialogante de transformar y mejorar la sociedad.
Sería injusto afirmar que la culpa de toda la confusión, frustración y deriva política en la que nos encontramos inmersos la tiene el que hasta hace muy poco fue el líder del partido naranja, pero una parte de ella, sin duda, sí. Albert Rivera no solo ha destruido– seguramente para siempre–, su futuro político y, en alguna medida, también el del partido que fundó y que durante tantos años contribuyó a desarrollar; sino que, además, puede que se haya cargado el centro político español para una buena temporada; y lo que, probablemente es aún peor, ha defraudado la confianza y las expectativas de millones de compatriotas que, en un momento determinado, tuvieron la esperanza de que una política distinta, más ilusionante y más pegada a la realidad y a la vida, era posible.
En los últimos tiempos de su actividad política Albert Rivera, no queriendo pactar ni entenderse con nadie –ni a su izquierda, ni a su derecha–, ha conseguido justo lo contrario de lo que se proponía y que defendía el ideario básico de su formación política; que, en esencia, no era otra cosa que tratar de garantizar a los españoles un país más unido, centrado, fuerte y estable.
¿Pero como ha sido posible que la misma persona que fue capaz de atraer y rodearse de tantos y tan válidos colaboradores provocase que la mayoría de ellos le fuesen abandonando progresiva e inexorablemente? En mi modesta opinión la gran desbandada, tanto de colaboradores, como de votantes, que desangró en los últimos tiempos a Ciudadanos, no tiene más que una única explicación: el profundo egocentrismo e intransigencia de alguien que, en su última etapa, se creyó un visionario, no siéndolo en realidad. Alguien que experimentó–como yo digo–, el síndrome de Aznar, que también podría llamarse de González o de Zapatero, y que afecta a grandes líderes de partidos políticos o a altos responsables de gobiernos que, en algún momento de sus mandatos, sienten que no necesitan a nadie para tomar las más importantes decisiones; ni siquiera a los suyos.
Albert Rivera, pretendiendo todo lo contrario, ha sido quien, en el fondo, habrá nombrado vicepresidente del gobierno a Iglesias, ayudado a Abascal a casi triplicar su presencia en el Parlamento y, por último, quien también habrá proporcionado oxigeno al independentismo catalán, debilitando con ello al partido que históricamente más y mejor oposición había hecho al mundo secesionista. Una lástima …