
El comienzo de un nuevo año, y el inicio de una nueva década, es buen momento para una reflexión a más largo plazo sobre la política económica. En la década de 2010, dominada por las consecuencias de una crisis financiera extraordinaria, un fuerte estímulo monetario y fiscal estaba claramente justificado. De hecho, hoy en general se coincide en que la aplicación por casi todos los gobiernos de grandes expansiones fiscales seguidas de políticas monetarias no convencionales fue esencial para evitar que la Gran Recesión se convirtiera en una repetición de la Gran Depresión de los años treinta.
Pero ahora que la crisis está superada, la pregunta, para los funcionarios de la eurozona en particular, es si esas medidas de emergencia deben continuarse durante la nueva década y, en caso afirmativo, qué efectos a largo plazo pueden esperarse. Y en esto chocamos enseguida con los límites del conocimiento económico.
Tanto la teoría económica cuanto un abundante corpus empírico indican que un estímulo fiscal genera más demanda y empleo en el corto plazo, especialmente en momentos de crisis financiera.
Continuar con los estímulos no contrarrestará los efectos de una menor población
Pero entre los economistas hay desacuerdos de base en relación con los efectos a más largo plazo de la política fiscal cuando los mercados funcionan normalmente. Si bien la teoría indica que la política fiscal expansiva puede inducir un adelanto del gasto de los hogares, en el largo plazo, los consumidores sólo gastarán lo que ganen. Además, la evidencia empírica a largo plazo es tenue, porque pocos países han mantenido un déficit o un superávit fiscal grande y persistente por décadas.
Japón ofrece el ejemplo más obvio del uso de la política fiscal para combatir una desaceleración económica prolongada, que comenzó con el estallido de la burbuja inmobiliaria japonesa hace casi exactamente treinta años. Pese a los importantes niveles de déficit fiscal mantenidos por sucesivos gobiernos japoneses después de eso, el crecimiento agregado del PIB fue escaso; y el crecimiento per cápita, aunque mucho mejor, no fue muy distinto del de otras economías desarrolladas mucho menos deficitarias.
Algunos sostienen que sin esta expansión fiscal, Japón hubiera crecido menos aún. Pero esta tesis no puede ni probarse ni refutarse, porque no podemos rebobinar y repetir los últimos treinta años con otra política distinta.
La diferencia entre el crecimiento agregado y el crecimiento per cápita de Japón resalta la importancia de las tendencias demográficas para la formulación de la política económica a más largo plazo. En los años de bonanza la población japonesa en edad de trabajar aumentaba más o menos al 1% anual, pero ahora disminuye a un ritmo similar. Esto implica que para un nivel de productividad constante, la tasa de crecimiento potencial de Japón tiene que haber disminuido alrededor del 2%.
La eurozona está experimentando una tendencia similar: se prevé que en las próximas décadas la población en edad de trabajar de sus 19 Estados miembros se reduzca alrededor de un 0,4% anual. Esta reducción es menos pronunciada que en Japón, pero se mantendrá en el tiempo, lo que implica que la eurozona también enfrenta la probabilidad de una década de poco crecimiento agregado (más allá de que el ingreso per cápita en el bloque seguirá creciendo, porque la productividad está en aumento, aunque lentamente).
Aceptar las implicaciones económicas del declive demográfico es difícil, especialmente cuando los sistemas políticos giran en torno de la distribución creciente de ganancias económicas entre los votantes. Un modo lógico de aliviar las restricciones al crecimiento impuestas por la reducción de la población en edad de trabajar sería, por supuesto, elevar la edad de jubilación. En principio, tendría que ser posible, dado el aumento de la expectativa de vida sana. Pero la oleada de huelgas que se desató en Francia en respuesta a los planes de reforma del presidente Emmanuel Macron pone nuevamente de manifiesto el firme rechazo de la opinión pública a medidas de esa naturaleza.
Aumentar la inversión en infraestructura parecería una forma políticamente más aceptable de estimular el lento crecimiento de la eurozona, y sería fiscalmente indolora si se financiara con la emisión de más deuda. Pero la experiencia de Japón debe servir a los funcionarios de la eurozona como advertencia contra pensar que la inversión en infraestructura es una panacea. Cuando a principios de los noventa las tasas de crecimiento de Japón comenzaron a reducirse, los gobiernos implementaron un enorme aumento de la inversión pública en infraestructura, hasta llegar al 6% del PIB, alrededor del doble del nivel de otras economías desarrolladas con un PIB per cápita similar. Pero la desaceleración no se detuvo, y más tarde se reveló que gran parte del gasto adicional se había usado para financiar proyectos innecesarios.
Por supuesto, cualquier gobierno que hoy inicie un programa de gasto masivo en infraestructura dirá que sus inversiones serán mucho más selectivas y productivas. Pero es probable que sea una promesa vana, porque en las economías avanzadas sencillamente no quedan tantos proyectos de infraestructura económicamente viables.
Incluso la inversión pública en infraestructura "verde" es sólo una opción de respaldo, necesaria en la medida en que resulte imposible aumentar los impuestos al carbono hasta niveles que induzcan al sector privado a reducir las emisiones lo suficientemente rápido para alcanzar las ambiciosas nuevas metas climáticas de Europa. En cualquier caso, el resultado de esas inversiones verdes no sería más crecimiento del PIB, sino menos emisiones (algo bueno para el planeta, no para aumentar salarios e ingresos en Europa).
Más en general, el rédito de la inversión en infraestructura se reduce bastante rápido. Si bien después de un período de inversión insuficiente, un aumento moderado del gasto en infraestructura puede ser útil, no hay que esperar que el efecto sobre el crecimiento sea duradero.
De modo que de no mediar un aumento de la llegada de inmigrantes en edad de trabajar (algo políticamente inviable), a Europa (y en particular a la eurozona) casi no le queda otra alternativa que prepararse para una "era de expectativas limitadas". Aunque para los gobiernos nacionales será difícil resistir la tentación de prolongar en exceso las políticas expansivas que aparentemente funcionaron durante la crisis, no pueden eludir las normas fiscales de la eurozona. Es verdad que durante la crisis el límite superior de 3% del PIB que impone el Tratado de Maastricht al déficit fiscal nacional fue muy criticado (y en la práctica, ignorado). Pero ahora este límite puede resultar útil para prevenir una acumulación excesiva de deuda de los gobiernos en un vano intento de contrarrestar las consecuencias inevitables del declive demográfico.
El Banco Central Europeo también tendrá que moderar sus aspiraciones. En lo peor de la crisis, era necesario que asegurara estar dispuesto a hacer "lo que fuera necesario" para salvar el euro. Pero hoy, casi no tiene sentido que las autoridades monetarias insistan en seguir comprando bonos para alcanzar una escurridiza meta de inflación.
La década de 2010 fue un período excepcional que exigía políticas económicas nunca antes vistas en la eurozona. Pero ahora, el BCE y las autoridades fiscales deben pensar a más largo plazo y aceptar que es improbable que un estímulo económico continuado contrarreste los efectos de una población en disminución.