
elEconomista constata la gran preocupación que sienten expertos y empresas ante la nueva alza récord que el Gobierno prepara para el salario mínimo interprofesional (SMI).
No cabe simplificar los graves efectos que tiene el hecho de que esa remuneración vaya a crecer más de un 25 por ciento en apenas dos años. Alegar que su influencia se reduce a las 125.000 personas que lo cobran directamente equivale a ignorar que el SMI es una referencia para una parte importante de los acuerdos sobre sueldos que patronal y sindicatos firman anualmente. Y la fuerte presión al alza sobre ese baremo constituye una pésima noticia para las empresas, en un momento en el que la negociación colectiva ya establece un avance medio salarial del 2,3 por ciento, muy superior a la tasa actual del IPC (que no llega al 1 por ciento). Pero, además, debe considerarse que el incremento del SMI no sólo se traduce en un mayor desembolso en el capítulo de salarios. Su rápido crecimiento eleva, en paralelo, todos los desembolsos (Seguridad Social, seguros profesionales, dietas...) asociados a cada trabajador. No es casual que, en 2019, el conjunto de los costes laborales lleve nueve meses creciendo más de un 2 por ciento mensual.
Los avances excesivamente rápidos del SMI ejercen más presión sobre unos costes laborales ya muy elevados
Esta situación amenaza directamente la competitividad que las empresas lograron durante los años de crisis. A esa mejora contribuyó casi en exclusiva el abaratamiento del coste laboral, ya que los progresos en productividad han sido ínfimos. De hecho, la UE volvió a advertir este mes que los avances de España en esta variable "se acercan a cero". Por tanto, las subidas exageradas del SMI abocan a las empresas a tomar la única vía a su alcance para no perder cuota de mercado: dejar de crear puestos de trabajo o, lo que es peor, destruirlos