
La actuación del BCE durante la gran recesión salvó el euro y acaso no sea exagerado decir que con ello salvó también la propia UE.
Vaya esta afirmación por delante para poner en su justa perspectiva las críticas a la reciente política monetaria del BCE que se verterán a continuación.
El fin último de la política monetaria es mitigar las oscilaciones de la economía, a fin de impedir la acumulación autoalimentada de desequilibrios recesivos o expansivos. ¿Cómo saber si la economía se está deslizando por un desequilibrio acumulativo de un tipo u otro? ¿Cómo saber si la política monetaria está siendo demasiado restrictiva o indebidamente expansiva?
La zona de equilibrio se caracterizaría por un sistema financiero estable, crecimiento del PIB alrededor del potencial y estabilidad de precios o bajo ritmo de inflación. Aunque desde la reciente crisis se ha fortalecido la supervisión macroprudencial y se le rinde pleitesía retórica, la política monetaria se sigue guiando casi exclusivamente por la evolución de la inflación y del crecimiento del PIB.
Así, la praxis dominante considera que si estas dos últimas variables, y de manera especial la primera de ellas, registran ritmos de variación apreciablemente inferiores (superiores) a los valores correspondientes a la zona de equilibrio, la política monetaria estará siendo indebidamente restrictiva (expansiva) y debe relajarse (endurecerse).
Esta praxis no está exenta de peligros. Puede haber circunstancias en las que la política monetaria necesaria para fomentar la inflación y el crecimiento genere desequilibrios de otro tipo que erosionen la estabilidad del sistema financiero y, por ende, termine provocando en el futuro caídas de la producción y el empleo mayores que las que pueda evitar hoy. Lo acontecido en los años anteriores a la Gran Depresión de 1929 y a la Gran Recesión de 2008 constituyen dos episodios paradigmáticos al respecto. Entre 1921 y 1928 el crecimiento medio anual del PIB en EEUU se situó ligeramente por encima del 4 por ciento y la inflación media anual fue nula. Entre 2000 y 2007, en este mismo país, la inflación y el crecimiento económico anual medio fueron del orden del 2,8 por ciento. En la eurozona, en este mismo período 2000-2007, la inflación anual media alcanzó el 2,3 por ciento y el crecimiento anual medio del PIB superó el 2,5 por ciento.
En Japón, durante el quinquenio anterior a la explosión de la burbuja en 1991 y la subsiguiente década perdida, el crecimiento medio anual del PIB y la inflación media anual se situaron en el 4,8 por ciento y el 1,5 por ciento, respectivamente. Lo sucedido a finales del pasado siglo en las economías del Sudeste asiático y a comienzos de este siglo con la burbuja de Internet son otros ejemplos menores del mismo fenómeno. En todos estos casos, la política monetaria consiguió conciliar el cumplimiento de los objetivos de inflación con el mantenimiento de ritmos de crecimiento económico supuestamente cercanos al potencial, pero coadyuvó a desestabilizar el sistema financiero con las consiguientes pérdidas severas de producción y empleo. En otras palabras, la estabilidad de precios y el pleno empleo no garantizan la estabilidad cíclica de la economía, no garantizan que se esté evitando la acumulación de otros desequilibrios cuya persistencia termine desestabilizando el sistema financiero y sacudiendo la producción y el empleo.
La persistencia actual de la política monetaria laxa es negativa para la economía de la UE
El BCE no desconoce estos riesgos, pero mayoritariamente considera que no hay indicios de burbujas o desequilibrios acumulativos en el precio de unos u otros activos financieros como ocurrió en los episodios mencionados anteriormente. Por consiguiente, después de tres años de tipos de interés extremadamente bajos, nulos e incluso negativos, el BCE ha procedido a la rebaja adicional y a la extensión del periodo de vigencia de dichos tipos. Se trata de una apuesta muy arriesgada. Para empezar, no está ni siquiera claro que los tipos tan bajos consigan aumentar el crecimiento o la inflación. De hecho, es bastante probable que estén alentando el ahorro y consecuentemente mermando el avance del consumo y la demanda agregada. Esto sucede cuando el efecto renta de la bajada de los tipos de interés (el importe por el que tienen que aumentar su riqueza los individuos para disponer en su momento del mismo flujo anual de rendimientos que tendrían antes de dicha bajada) supera el efecto sustitución que abarata el consumo presente respecto al consumo futuro. Estos efectos renta son especialmente vigorosos en sociedades ricas y envejeciendo rápidamente, sociedades en las que aumenta la diferencia entre la edad de jubilación y la esperanza de vida, en las que aumenta por tanto el número de años en los cuales los individuos tienen que vivir de la pensión pública y del ahorro acumulado durante sus años de actividad.
Por otra parte, en cuanto a la supuesta ausencia de indicios de burbujas o desequilibrios financieros conviene recordar, especialmente en este ámbito, que la ausencia de evidencia no es lo mismo que la evidencia de ausencia. Las conexiones entre los sistemas financieros de los distintos países son hoy tan intrincadas y los estados de confianza del público tan lábiles y volubles que es muy difícil hacer un mapa razonablemente preciso de los riesgos que pueden desencadenar una crisis sistémica de mayor o menor gravedad. Pero, además, hay evidencia de un claro y creciente desequilibrio en el precio de, al menos, un conjunto de activos financieros de vital importancia: el precio de los bancos de la eurozona. Como consecuencia de la política del BCE, los precios de estos activos son sustancialmente inferiores a su valor contable, lo que significa que su rentabilidad es sustancialmente inferior al coste de su capital. No hay posibilidad de remediar significativamente esta situación mediante subida de comisiones o trasladando a clientes los tipos negativos o incluso efectuando fusiones. La diferencia entre la rentabilidad y el coste de capital de los bancos imposibilita los aumentos de capital necesarios para cumplir con los requerimientos regulatorios y limita la oferta de crédito a los prestatarios de menor calidad. Ciertamente unos bancos pueden lidiar con esta situación mejor que otros, pero basta con que alguno o algunos de ellos, según en qué país residan, susciten la desconfianza de los inversores para desatar oleadas de incertidumbre sobre el conjunto del sistema. A diferencia de otros países en donde los bancos tienen una situación similar, el euro es aún un área monetaria imperfecta y por eso no seria descartable que estas oleadas pusieran en marcha movimientos especulativos contra la moneda única análogos a los vividos en el pasado.
La persistencia de tipos de interés tan extremadamente bajos tiene otras consecuencias potencialmente nocivas, entre las cuales está la de asentar hábitos de comportamiento, de gasto e inversión, en los agentes económicos públicos y privados basados en la expectativa de que los tipos de interés seguirán siendo siempre igual de bajos que hoy. En fin, sería una lástima que el prestigio del BCE, heroicamente ganado en la crisis por ejercer con energía las funciones de prestamista en última instancia cuando estaba justificado hacerlo, se pierda por perseverar en estas políticas cuando ya no correspondía hacerlo.