Opinión

Cataluña y los hijos de la ira

Actos vandálicos en Cataluña

La violencia es una expresión sintomática de ira, de frustración y de temor, pero sobre todo es un miedo larvado a reconocer las ideas ajenas y a enfrentarse directamente a la inconsistencia de las propias.

Pero, más allá de las razones ínsitas que caracterizan este fenómeno, aparejado a la condición humana y a la construcción de relatos colectivos basados en la noción misma de la culpa ajena, la brutalidad vandálica, tal como se ha manifestado estos días en las calles de Cataluña, tiene unos efectos directos e indirectos sobre el bienestar social de los catalanes, sobre sus expectativas de empleo y de crecimiento económico, y sobre la confianza de los agentes económicos. Son la credibilidad y la seguridad dos factores forjadores de la predictibilidad y, por consiguiente, de la confianza, un valor oculto, pero trascendente, que condiciona el presente, pero también el futuro de todo un ecosistema político, económico y social.

La escenografía del vandalismo ha percutido inexorablemente en una sociedad muy influenciable pero, en lógica también, en unos operadores económicos que rechazan categóricamente cualquier riesgo, el primero de ellos la inseguridad física. A la inestabilidad institucional de una Generalidad residenciada en un objetivo imposible de ruptura, se suma ahora la violencia desatada por grupos delictivos. Más allá de los daños tangibles provocados por la barbarie callejera y que se cuantifican en unos 25 millones de euros al día y 8.000 empleos destruidos, el perjuicio intangible que infecta la marca Cataluña es evidente e irreparable a medio plazo. Cuando se cultiva la ira contra un enemigo exterior, en este caso contra una entelequia pervertida en la propaganda nacionalista que se denomina "Estado español", la cólera se propaga de manera descontrolada. Es más, esa injuria constante contra el Estado se hizo emocionalmente más categórica en la crisis reciente, donde era oficialmente más sencillo en el discurso oficialista de la Generalidad acusar al "Estado español" de las carencias que experimentaron los catalanes, antes que identificar con rigor las causas de tal deterioro económico.

El conjunto constituido por el desgobierno catalán y la brutalidad callejera es un ahuyentador de confianza, por mucho que los políticos de la Generalidad oculten esta evidencia. De hecho, Cataluña era un edén para la inversión extranjera, por su dinamismo, por su conectividad y por su vigor empresarial, hasta que, desde el inicio del procés, la inversión extranjera ha caído en un 30 por ciento. En términos absolutos, el coste del procés se estima en 4,4 puntos de PIB antes del desencadenamiento de los acontecimientos recientes, en torno a 1.033 millones de euros.

En la conciencia tradicional del catalanismo emprendedor y pragmático, no debería consentirse que Cataluña haya pasado de ser en cinco años uno de los ejes de tracción de la economía española a posicionarse entre las comunidades autónomas que menos crecen. Y aquí no caben trampas ni extrañamientos de la responsabilidad. En 2015, Cataluña era la tercera comunidad autónoma que más crecía (4,2 por ciento), tres décimas más que la Comunidad de Madrid (3,9 po ciento). En cambio, en 2008, ya eran diez las comunidades autónomas que crecían más que Cataluña, siendo que la Comunidad de Madrid crece ya un 1,4 por ciento más. Hay que recordar que en 2007 el PIB en Cataluña era de 197.400 millones de euros, el 18,8 por ciento del total de la riqueza nacional. Pues bien, si se cumplen las previsiones, en 2019, la economía catalana será la economía regional que menos crezca en España.

La brutalidad callejera actúa como ahuyentador de la inversión extranjera

La pérdida de competitividad y de crecimiento se traslada inequívocamente al empleo, toda vez que, desde junio de 2018, las únicas comunidades autónomas en las que aumenta el paro son Baleares, Aragón y Cataluña (2.341 parados más, mientras que en la Comunidad de Madrid hay 8.531 parados menos). El Colegio de Registradores ha cifrado en 5.582 las empresas que han abandonado Cataluña entre el año 2017 y el pasado 30 de septiembre (2.536 compañías en 2017, 2.359 en 2018 y 787 en los tres primeros trimestres de este año). En junio de este año, la fuga de empresas en Cataluña a causa del procés supone ya el 20 por ciento del PIB catalán. Un infortunio sin precedentes, que no cabe ocultar ni minimizar su impacto.

Son tiempos de furia, pero furia estéril y devastadora. Son tiempos de retos baldíos por parte de un Gobierno autonómico que, sin posibilidad de indulto, condena a los catalanes al umbral futuro de la pobreza. Por eso, es tiempo de mirar adelante, de creer que existen oportunidades para cambiar, de retomar el coraje de los ideales de una Cataluña española y europea. De una Cataluña que mira solidaria a España desde su conciencia social enérgica como una parte integrante de nuestra realidad política. Una Cataluña viva, donde el único fuego que arda sea el de la voluntad de crecer unidos en un proyecto común y en un mundo que no espera.

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