
Argel está más cerca de Madrid que Rabat, igual que Montevideo está más al sur que Buenos Aires, y esa es una buena razón para prestar mucha atención a lo que allí sucede, porque están pasando muchas cosas mientras a nosotros nos invade el sopor veraniego de este caluroso estío. Como si en agosto nos limitáramos a cerrar los ojos y disfrutar de la brisa marina, que son cosas muy respetables, mientras procuramos ahuyentar -afortunadamente sin conseguirlo del todo- la desazón que nos produce pensar que en lugares no lejanos de ese mismo Mediterráneo hay gentes que se juegan la vida para escapar del horror en busca de una vida digna, y otros los acogen en viejos barcos que luego nadie quiere recibir en sus puertos para vergüenza de una Europa que llenó las Américas, de norte a sur, con emigrantes polacos, irlandeses, italianos, judíos, griegos, alemanes, escandinavos y españoles. ¡Qué pronto olvidamos!
Argelia tiene las mayores reservas de hidrocarburos de África, sólo después de Libia y Nigeria, y, como ellos, es hoy un país con muchos problemas donde la gente se hartó de la pretensión de su octogenario presidente, Abdelaziz Bouteflika, de presentarse por quinta vez a la reelección tras sufrir un derrame cerebral y estar confinado a una silla de ruedas. La protesta ciudadana le forzó a renunciar a su pretensión aunque solo dimitió cuando el ejército se lo impuso en un intento de calmar las protestas. Por eso se dice que todos los países tienen un ejército, menos Argelia, donde es el ejército el que tiene un país. Luego, tras un par de intentos fallidos de colocar al frente del gobierno a otros figurones del antiguo régimen, el ejército no tuvo más remedio que quitarse la careta y dar la cara en la persona del general Gaid Ben Salah, que optó por una política lampedusiana, de ofrecer cambios cosméticos para que lo esencial siguiera igual. Otros perros con los mismos collares. Su intención era mantener el régimen ofreciendo a las masas las cabezas de miembros prominentes del entorno de Bouteflika particularmente odiados como su propio hermano Said, empresarios próximos, algún ministro e incluso la del ex primer ministro Benyahia. Pero era tarde, la gente lo ha visto como el ejercicio de distracción que en realidad era, interpretó los encarcelamientos como fruto de ajustes de cuentas en la lucha por el poder entre los de siempre, y ya no se conforma con un cambio de cara porque lo que quiere y sigue queriendo es un cambio de régimen. Y eso supone la pérdida del control de la situación por parte del ejército... que no parece dispuesto a aceptarlo.
La ausencia de diálogo entre los frentes hace que las manifestaciones perduren en el país
En Argelia hay hoy dos posiciones enfrentadas y ninguna parece dispuesta a ceder. Por un lado está la calle, que se llena todos los viernes en manifestaciones que son a la vez pacíficas y festivas, mientras la vida recupera su ritmo normal los otros seis días de la semana, lo que no deja de ser peculiar. Los manifestantes quieren un proceso constituyente, una Comisión Electoral independiente y elecciones libres. Los partidos políticos, que un día tuvieron el prestigio de la lucha por la liberación colonial y que podrían actuar como correa de transmisión de estas demandas, están sobrepasados por la situación y desprestigiados por 60 años de connivencia con el régimen. Por otra parte está el ejército, ya sin careta, y los sectores sociales que se reparten las rentas de los hidrocarburos (30 por ciento del PNB, 98 por ciento de las exportaciones y 60 por ciento de los ingresos gubernamentales) que solo están dispuestos a cambiar aquello que no ponga en peligro sus privilegios actuales, aunque sea justo reconocer también su contención en la represión. En Argelia los manifestantes cantan y los policías vigilan pero no intervienen, salvo para cerrar algunas calles. Y el problema es que entre estos dos mundos enfrentados no hay diálogo porque unos en realidad no quieren ceder poder y los otros no han sido aún capaces de canalizar sus demandas de forma coherente, estructurada y con unos interlocutores aceptados por todos. Estas debilidades las aprovecha lo que allí se conoce como Le Pouvoir, cuya última ocurrencia ha sido ofrecer la formación de una Comisión Nacional para el Diálogo y la Mediación dirigida por un tal Karim Younes que fracasará porque nadie quiere participar en ella, igual que fracasó la pretensión de celebrar elecciones con la legislación actual.
España debería recordar y tener presente los problemas de los países cercanos
Estas protestas que no llevan pinta de terminar pronto son también consecuencia de la llegada a Argelia de los rebufos de la Primavera Árabe a lomos del deterioro del nivel de vida producido por la caída del precio de los hidrocarburos (la capacidad de exportación muestra signos de agotamiento por el aumento de la demanda interna y la disminución de las reservas) y por el aumento de la población, la pérdida de empleos y la eliminación de algunas subvenciones sobre productos básicos. Y si las manifestaciones no son violentas, puede deberse a dos factores: por una parte a la contemplación de lo ocurrido en Libia, Siria o Yemen, que no son ejemplos que Argelia tenga que imitar, y, por otra, al recuerdo de los cien mil muertos -por lo menos- que costó la Guerra Civil que arrasó el país entre 2000 y 2010, cuya memoria sigue hoy muy viva. Son razones poderosas que abogan por la moderación de las protestas. La incógnita es si esta contención durará indefinidamente o si un error o una provocación la hará saltar por los aires, mientras Argelia languidece sin acometer las reformas necesarias (tanto políticas como económicas) que la saquen de un vergonzoso puesto 148 de los 183 que tiene el índice Doing Business Report del Banco Mundial.
Argelia está demasiado cerca y es demasiado importante para España como para que no prestemos mucha, mucha atención a cuanto allí sucede.