
Vivimos en pleno debate sobre la Renta Básica Universal (RBU). Ya saben, una cantidad fija, mensual, ilimitada en el tiempo y pagada por el Estado, que recibiría el conjunto de la ciudadanía de un país (del desempleado al multimillonario) y sin que esté condicionada al nivel de ingresos ni a la obligación de aceptar un trabajo, y con independencia de si se cuenta o no con otros ingresos.
No debe confundirse con las rentas mínimas o de reinserción que algunas administraciones públicas ofrecen a personas con niveles bajos de ingresos o en riesgo de exclusión social. Aún más, la RBU conllevaría la eliminación del conjunto de ayudas y subvenciones, el seguro de desempleo y hasta las pensiones.
La medida, revolucionaria, enfronta a defensores y detractores. Para los primeros, su aplicación generalizada conllevaría una caída de la pobreza y de las desigualdades; más libertad en la selección de trabajos por parte de los trabajadores; un incentivo (a diferencia del subsidio de desempleo) para buscar empleo; la remuneración de ocupaciones hoy no retribuidas (trabajo en casa, atención a dependientes...) y un aumento de la actividad y del emprendimiento.
También son partidarios de la misma representantes de las clases empresariales emergentes (en especial, de grandes empresas tecnológicas de Silicon Valley), que ven su implantación inevitable para hacer frente a la creciente tendencia a la sustitución de puestos de trabajo por máquinas, a causa de la robotización y la inteligencia artificial. Estos, movidos por la necesidad de fomentar el consumo de sus productos y paliar los efectos del empleo precario que sus modelos de negocio generan, defienden la RBU como un modelo que podría definir un nuevo Estado del bienestar. Algunos hasta pronostican que la medida será una realidad a finales de la década de 2030.
Pero también organismos internacionales (OCDE, FMI o Banco Mundial) consideran que los nuevos modelos económicos -con menos asalariados y más trabajadores independientes con menores derechos sociales- llevan a que el actual sistema de subsidios sea insostenible, por lo que alientan a los Estados a que hagan pruebas de cara a una posible instauración futura y progresiva de algún tipo de renta mínima. Y remarcan como ventaja adicional la simplificación y reducción de costes que esta supondría, al eliminar toda tramitación administrativa de los actuales subsidios y su posterior control.
La RBU conllevaría la eliminación del conjunto de ayudas, subvenciones y hasta de pensiones
En contraposición, los detractores aluden a la desincentivación en la búsqueda de trabajo, la necesidad de aumentar impuestos para asumir su enorme coste y no castigar excesivamente el déficit público, el efecto llamada hacia la inmigración, el aumento del poder de negociación de los trabajadores, el fomento de una clase social dependiente y, en fin, que sería -habida cuenta de que todo el mundo resultaría beneficiado- poco efectiva para combatir la pobreza.
Resultados provisionales de pruebas en Finlandia, Holanda, Italia, Canadá, India, Escocia y Barcelona, entre otros, indican que la RBU no aumenta sensiblemente la predisposición a trabajar pero que sí hace más feliz e incrementa el bienestar a sus beneficiarios. Pero de estas experiencias no se pueden obtener conclusiones fiables ya que involucran solo a una pequeña parte de la población, su corta duración impide ver los resultados a largo plazo y, además, no se pueden considerar como RBU porque son rentas condicionadas que no tienen carácter general, pues sus perceptores suelen ser grupos de parados o personas en riesgo de exclusión.
Lo que plantea más interrogantes es cuál será el modelo de sociedad si todos estos cambios llegaran a producirse, y si las personas se adaptarían a una sociedad donde no sea menester trabajar y en la que se desliguen los conceptos de trabajo y valor personal. Hay quien opina que esta desvinculación sería positiva porque habilitaría a la gente a dedicar su tiempo a cuestiones más gratificantes y, por qué no, al emprendimiento.
El problema es que, en nuestro presente, la mayoría de la gente quiere trabajar y les es difícil reimaginarse en una situación de ocio permanente. Por ello, es plausible una transición gradual hacia una redefinición de lo que es trabajar y dejar que sean los robots los que asuman las actividades no deseadas.
En cualquier caso, es incierto saber si la sociedad transita hacia un modelo como el descrito y si la solución, total o parcial, se encarnará en la RBU. Más complejo todavía es determinar el importe de esta renta garantizada y el sistema fiscal que permita hacer viable esta suerte de retribución asociada a la condición de ciudadanía.