Opinión

Los imposibles Acuerdos del Plaza 2

A principios de los años ochenta, la economía de los Estados Unidos se encontraba en serias dificultades. Las crisis del petróleo de los años setenta habían elevado la inflación hasta niveles desconocidos, y para combatir la elevación de los precios, la Reserva Federal subió los tipos de interés en lo que entonces era una novedosa política antiinflacionista. Como consecuencia de ello, el dólar se apreció entre 1980 y 1985 un 50 por ciento frente a las principales divisas europeas y frente al yen japonés.

La apreciación del tipo de cambio erosionó rápidamente la competitividad de la economía americana, especialmente en el sector del automóvil. Los vehículos japoneses, mejores y más eficientes en el consumo de combustible, estaban devorando a ritmos vertiginosos la cuota de mercado de de la industria norteamericana en el propio mercado de los Estado Unidos.

Treinta y cinco años más tarde existen ciertas similitudes con la situación actual. Una Administración americana y republicana, con una marcada agenda de reafirmación de los Estados Unidos como potencia hegemónica. Entonces era Reagan, ahora es Trump. Una potencia económica asiática que penetra en mercados industriales considerados estratégicos. Entonces era Japón y la industria del automóvil, y hoy es China y la tecnología digital. Y en ambos casos tenemos entre manos una tensión cambiaría. Entonces por la política antiinflacionista de la Fed, y ahora por la ruptura del tipo de cambio fijo que de facto existía entre el yuan y el dólar.

Hay similitudes entre la guerra comercial actual con china y los desencuentros en los años 80 entre EEUU y Japón 

En los años ochenta, las tensiones entre Estados Unidos y Japón se resolvieron a través de dos acuerdos importantes. En 1981, ante la presión sobre el Capitolio de la industria del automóvil americana, los legisladores americanos estaban dispuestos a aceptar la imposición de aranceles y cuotas sobre los vehículos japoneses, aunque esto perjudicara al consumidor americano que tendría menos acceso a vehículos eficientes y baratos. Ante esta situación, el gobierno de Japón y la industria del automóvil de aquel país aceptaron un acuerdo de restricción voluntaria de exportaciones. En la práctica, esto suponía que durante tres años no se exportarían más de 1,68 millones de vehículos al año. Antes de que les impusieran un arancel o una cuota de importación, era mejor restringir "voluntariamente" las exportaciones, de forma que al menos obtuvieran una parte de los beneficios del incremento de precios de los automóviles en Estados Unidos. Como toda medida proteccionista, los tres años se convirtieron en trece, pero la industria japonesa aprendió a sortearlos instalándose en Estados Unidos. Las inversiones japonesas en los estados sureños, seguidas por las de la industria alemana en esa misma zona, terminaron siendo una competencia mucho más dura para la industria tradicional del automóvil americana de los Grandes Lagos que las importaciones japonesas de los años ochenta.

Pero más interesante aún fue cómo se firmó la paz en la guerra de divisas. Desde mediados de los años setenta, se reunían anualmente los ministros de finanzas y los banqueros centrales de las principales economías del mundo. Se fue conformando de esta forma el famoso G7. Como se ha descrito para 1985, la política de lucha contra la inflación de la Reserva Federal había apreciado el tipo de cambio un 50 por ciento afectando de forma muy negativa a la competitividad de la industria de EE.UU. Medidas como las aplicadas en la industria del automóvil no podían generalizarse a todos los sectores, e incluso en el de la automoción la protección sólo paliaba en parte el efecto de la apreciación del dólar. Los Estados Unidos estaban incurriendo en déficits comerciales crecientes y a nadie le interesaba una desestabilización de la economía americana, y menos aún por llevar a cabo una esfuerzo necesario de control de precios.

China no pertenece al G7 y eso hace que haya poco conocimiento personal y confianza con otras potencias 

El 22 de septiembre de 1985, los ministros de finanzas y los gobernadores de los bancos centrales del G7 acordaron, en Hotel Plaza de Nueva York, intervenir de forma conjunta en el mercado de divisas, y además hicieron públicas sus intenciones. El dólar se depreció un 50 por ciento en los siguientes años, y de forma coordinada, los bancos centrales evitaron una tormenta en el mercado de cambios. dos años más tarde frenaron la caída del dólar cuando la economía americana corrigió parte de su desequilibrio.

Estos ejemplos ponen de manifiesto cómo, ante los peligros que puede entrañar una guerra comercial y una guerra de divisas, la coordinación internacional puede evitar un desastre económico que a nadie interesa, aunque para ello ninguna de las partes consiga todos los objetivos.

La pregunta que podríamos hacernose es si, ante un escenario como el actual, donde la guerra comercial puede perjudicar gravemente el crecimiento económico y el conflicto de divisas y puede desatar un caos monetario que no beneficia a nadie, es posible alcanzar acuerdos como los de entonces. En este sentido, no creo que podamos ser muy optimistas. En primer lugar, China no pertenece al G7 y por tanto no ha creado con el resto de potencias económicas el grado de conocimiento personal y confianza que tienen los países del G7 entre ellos, y que es necesario para construir este tipo de acuerdos. China está claramente infrarrepresentada en las instituciones económicas internacionales, mientras seguramente algunos países europeos están sobrerrepresentados. Pero el dilema es cómo dar más protagonismo a una economía que no es una democracia. Este es un problema que no tiene fácil solución, pero la realidad es que en las instituciones financieras internacionales no tienen el peso que les corresponde los nuevos actores de la economía internacional, y eso termina reduciendo la eficacia de estas organizaciones.

China se siente un país fuerte e independiente a EEUU y va a luchar por la hegemonía mundial de este siglo

En segundo lugar, y más importante, es que ninguno de los países del G7 era un rival de los Estados Unidos en la hegemonía mundial. La distancia en poderío económico y militar era gigantesca, y además, en 1985 la segunda y tercera economías mundiales habían perdido la guerra mundial frente a los americanos, y a estos les debían toda su reconstrucción. Eso les hacía aceptar más fácilmente los puntos de vista de los EE.UU.

Pero esa no es la posición de China. China no pretende ser una democracia, ni considera que sea un sistema político superior. Se siente crecientemente fuerte y es totalmente independiente de lEE.UU país con el que se va disputar la hegemonía mundial en este siglo. Esta más dispuesta a llevar el conflicto más lejos, ya que aunque la guerra comercial y de divisas también le pasará factura, las autoridades chinas tienen la ventaja sobre el presidente Trump que no tienen que presentarse a unas elecciones el año que viene. Si no observan un deterioro significativo de su evolución económica para los próximos años, es más probable quel conflicto se alargue frente a la posibilidad de unos nuevos Acuerdos del Plaza.

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