La obligatoriedad de llevar un registro de la jornada laboral siempre ha sido un asunto litigioso y polémico. La excesiva precisión del Estatuto de los Trabajadores en su artículo 35.5 devino, curiosamente, en múltiples interpretaciones, que desembocó en la conocida jurisprudencia del Tribunal Supremo, que eximía a las empresas de la obligación de llevar tal registro; aunque el fallo del Alto Tribunal se acompañaba de una reveladora recomendación: "Convendría una reforma legislativa que clarificara la obligación de llevar un registro horario y facilitara al trabajador la prueba de la realización de horas extraordinarias".
Cuando el legislador, a la sazón actual Gobierno socialista, asume tal recomendación, sin duda concernido por los sindicatos mayoritarios, surgen una serie de entes -principalmente la patronal CEOE- y opinadores profesionales que se oponen frontalmente a una futura obligación de consignar la jornada efectiva de sus empleados.
El argumento más esgrimido por esta corriente de opinión es que un registro de jornada supone "un cambio hacia lo antiguo", que no es propio del siglo en el que vivimos o que va en contra de la "flexibilidad interna y de conciliación". Esta última tesis sugiere, incluso, que la futura norma iría en contra de los propios intereses de los trabajadores.
Llama la atención el uso de este alegato empresarial en defensa de la modernidad y de la conciliación de la vida personal y laboral, cuando los datos y la realidad del día a día contradicen contundentemente esa supuesta concienciación.
Por una parte, la práctica real en muchas -muchísimas- empresas españolas es vivir ancladas en una costumbre surgida en el siglo XVI, cuando se registra el término de picaresca. Estos empresarios pícaros se aprovechan, abusando de la laxitud del sistema vigente, de más 300.000 personas que solo realizan horas extras no remuneradas. Estos patronos, teóricamente próvidos, se benefician de 2,5 millones de horas extras impagadas a la semana (11 millones al mes; 32,5 millones al año).
Estos gestores de personas, presuntamente modernos y sensibles a la conciliación, sacan partido de 650.000 trabajadores que hacen horas extras en España cada semana, de los que 145.000 hacen una media de once horas extraordinarias en dicho periodo, e incluso 89.000 hacen 16 o más (todos estos datos constan en la EPA del presente ejercicio).
Por otro, el argumento de la conciliación no se sostiene al más mínimo análisis. El INE vuelve a desmentir la falacia: el 65 por ciento de los trabajadores españoles no puede cambiar su horario y sólo un 13 por ciento dispone de un horario que podríamos denominar flexible (Encuesta Nacional de Condiciones de Trabajo).
Y, finalmente, tenemos el aspecto de la "modernidad". Si por algo se distinguen las empresas españolas, en su generalidad por supuesto, es en su impedancia con las nuevas tecnologías. Aparte de nuestros paupérrimos índices de digitalización empresarial, pongamos un ejemplo clarificador por su relación con el factor trabajo: solo el 27 por ciento de los trabajadores trabajan "en alguna ocasión desde casa"; únicamente 1,43 millones de trabajadores pueden definirse como teletrabajadores (un 7,3 por ciento de los ocupados españoles).
En conclusión, cuando las empresas españolas alegan modernidad, tecnología, probidad o conciliación para oponerse a un registro de la jornada, sencillamente, ni definen ni describen la realidad de nuestro mercado de trabajo. Si acaso, buscan perpetuar un aprovechamiento impropio e insoportable del trabajo de sus empleados; persiguen, en definitiva, solapar su anacrónica picaresca de abuso revistiéndolo de una supuesta -e inexistente- modernidad laboral.
Podríamos finalizar este artículo de opinión con una pregunta sin duda reduccionista, pero más que oportuna: ¿es que los empresarios quieren legislar en función de mentiras y medias verdades para seguir lucrándose de 32,5 millones de horas extras impagadas al año? En la respuesta está la verdad.