
Los partidos políticos se lanzan a la batalla por el voto de los pensionistas. Una pendiente muy peligrosa que no es más que el acusado síntoma de la etapa política que se vive en España desde hace algunos años. Vale todo. Aunque exista la consciencia real de que no vuelve a haber elecciones hasta dentro de dos años largos, un período que debería servir para pactar medidas, buscar acuerdos, encontrar soluciones a los problemas de la gente. Nada más lejos. Se busca el desgaste del adversario al precio que sea con tal de obtener titulares favorables y una sensación de quedar por encima del otro.
El Pacto de Toledo, constituido en 1995 para analizar la negativa evolución del sistema de la Seguridad Social, logró que durante algunos años no se utilizara este asunto en la batalla por un puñado de votos. Entonces, más de veinte años atrás, ya eran una evidencia los problemas estructurales del sistema que comenzaba a dar síntomas de agotamiento, ni mucho menos tan graves como los que ya hoy tenemos delante mismo de las narices. Se atisbaba que el descenso de la población activa sería una rémora no tardando mucho, y los partidos supieron encauzar un diálogo que fructificó en interés común y búsqueda de propuestas compartidas.
Hoy todos aquellos intereses comunes de país han quedado marchitos. Se utiliza el fondo de reserva como arma arrojadiza, como si no fuera un mecanismo a disposición de los administradores para momentos de penuria en las arcas del sistema. Se emplea electoralmente el problema de las pensiones porque la subida aplicada estos últimos años resulta irrisoria, sin compararla con las congelaciones que sufrieron no hace tanto tiempo.
Como en el caso de los salarios, la relectura de la situación económica y esta bonanza matizable que tenemos desde 2014 debería permitir un replanteamiento del índice de revalorización, para volver al viejo sistema de ajuste de las prestaciones según la evolución de los precios. Hoy mismo hemos conocido esa evolución por encima del 1% en febrero, que no se compadece con el 0,25% de incremento anual que denuncian los jubilados en sus manifestaciones de estos días.
En este lamentable estado de la cuestión, la más importante de todas cuantas aparecen y desaparecen en la vida pública española, no es extraña la condena previa a quien plantea, en cualquier órbita de diálogo, la conveniencia de disponer de un ahorro organizado que pueda ayudar en el futuro a llegar donde no llegarán con toda seguridad las prestaciones públicas de jubilación. En un país en el que se alienta y crece vertiginosamente el rechazo visceral a lo privado, la sola mención de un producto financiero legal, aconsejable y beneficioso para el sistema supone una referencia demoníaca con la que no se hace otra cosa sino alentar la desaparición del sistema público de pensiones y contribuir a su quiebra.
A estas alturas de la curva demográfica suicida que padece el país, conocida la inacción de los sucesivos gobiernos sean del color político que sean para fomentar la natalidad y ofrecer ventajas a las familias con hijos de corta edad, y experimentadas las ventajas que tienen los planes de pensiones privados (aunque también sus sangrantes inconvenientes), cualquier gobernante sensato debe tratar de alentar el ahorro a través de estos productos sistémicos. Es más, los que con mayor desaire los desprecian, en su mayoría, disponen de su inconfesable cartera privada de ahorro para la jubilación.