
Las importantes novedades que ha traído la última semana al desarrollo del tardo proceso independentista catalán sitúan por vez primera al Estado tomando la iniciativa de los acontecimientos. El riesgo que asumía el gobierno al presentar un recurso previo contra un hecho jurídico aún no sucedido, con el dictamen contrario del Consejo de Estado, ha sido reconocido por el propio presidente al que seguro estos días se le habrá acentuado el rictus de seriedad y preocupación que todos conocemos. Pero era un riesgo necesario, en vista de los resultados del envite.
Por primera ocasión en esta partida política que dura ya demasiado el ejecutivo se adelantó a cualquier nuevo desafío y actuó de forma preventiva, reclamando a los tribunales que le secundaran en la defensa de la legalidad. No podía dejar impasible que se produjera una investidura flagrantemente ilegal, para luego ir a remolque de los hechos consumados pidiendo la anulación de algo que todas las televisiones del mundo habrían retransmitido, la insólita e inaceptable coronación como presidente de alguien emplazado a más de mil kilómetros de distancia por una sola razón: no tener que presentarse delante del juez que le investiga por delitos graves y que con total seguridad le enviaría a prisión preventiva.
Una vez adoptadas por el Tribunal Constitucional las medidas preventivas, y retratado convenientemente el Consejo de Estado, el turno era para el independentismo que debía elegir entre dos caminos: o la desobediencia y el camino de Estremera, o la aceptación del veto judicial que impedía investir a Carles Puigdemont delegando su discurso en otro diputado de su bancada. Roger Torrent acató el mandato imperativo del Tribunal, y ERC cumplió la ley. Otra gran novedad de esta semana crucial en el desarrollo de este proceso que tiene aburridos e indignados a los españoles. Se aplazó el pleno y eso supuso un brusco frenazo que no se produjo ni en septiembre ni en la declaración de independencia de octubre.
Puigdemont actuó tras esta decisión a remolque por primera vez: su frase "no hay otro candidato ni otra mayoría posible" es el reconocimiento de su fracaso, porque nadie volverá hacia atrás, a la etapa de los preparativos de su imposible investidura. Esa pantalla ya se ha superado con la decisión del presidente del Parlament de aplazar sin fecha algo prohibido por los tribunales. La vía Puigdemont ha muerto, salvo que él mismo acepte presentarse en la plaza de la Villa de París, conteste al juez Pablo Llarena y le pida un permiso especial para estar presente en una sesión de investidura que se le escapa entre los nudillos. De ahí su reacción de cólera contra sus hasta ahora socios-muleta, de ahí que las llamadas de Torrent al teléfono del fugado quedaran sin contestación.
La arenga de Torrent en la mañana del martes incluyó mil fantasías y una realidad: la que de forma populista afirma que ningún Tribunal Constitucional decidirá quién es presidente de la Generalitat. Completamente cierto. Lo único que ha hecho es señalar quién no lo será salvo que cumpla sus obligaciones con la justicia.
Junto a esas novedades transcendentales, en el panorama vuelve a instalarse la tensión y la furia. La candidata más votada saliendo con escolta de la Cámara donde trabaja, mientras miles de personas gritan "fuera la chusma del Parlament", es una imagen que sigue dañando a Cataluña y a todos sus ciudadanos, por mucho que los causantes no lo crean.