
Desde hace de una década, la economía China ha estado subida a una montaña rusa. Ahora que empieza 2018, ¿se acercará el país a un nuevo ascenso, una caída brusca o algo intermedio? Antes de la crisis económica global de hace una década, la economía china crecía a un ritmo vertiginoso, pero cuando esta impactó el índice de crecimiento se hundió con fuerza. Gracias a un paquete de estímulo de 4 billones de dólares, el crecimiento enseguida tocó fondo y empezó a subir de nuevo, llegando al 12,2% en el primer trimestre de 2010.
Pero poco después, el endurecimiento monetario volvió a situar el crecimiento económico en una trayectoria descendente, incitando al gobierno a relajar la política e introducir mini paquetes de estímulo a finales de 2011 y principios de 2012. Esto ocasionó un repunte moderado y efímero, y el crecimiento económico empezó a resbalarse poco después, aunque menos marcadamente.
Finalmente, en 2016, el crecimiento económico chino empezó a estabilizarse otra vez y el índice anual del país alcanzó el 6,7% durante tres trimestres consecutivos. Las últimas cifras indican, por tanto, que la economía china creció un 6,8% en el tercer trimestre de 2017, empujando a muchos economistas a ofrecer pronósticos bastante optimistas, quizá en exceso, para el año en el que ya hemos entrado.
Aunque el sistema financiero chino está plagado de vulnerabilidades, muchos economistas chinos creen que el país ha entrado por fin en un periodo de crecimiento anual estable en torno al 6,5%, un nivel acorde con el potencial. El Fondo Monetario Internacional ha secundado esta opinión y predice un crecimiento del 6,8% en 2017 y 6,5% en 2018.
Yo no soy tan optimista. Durante décadas, la inversión de activos fijos fue el principal motor y representaba casi la mitad de la demanda total. Su cuota del PIB chino actual supera el 50%, mientras que la inversión calculada como formación de capital residual supone cerca del 45%.
Aun así, desde 2013, el crecimiento de la inversión ha descendido gradualmente, en una tendencia que se aceleró en la segunda mitad de 2017. En los tres primeros trimestres de 2017, la inversión en activos fijos aumentó a un ritmo de solo el 2,19% interanual. En el tercer trimestre, el crecimiento fue negativo, del -1,1%. China no ha visto cotas tan bajas en décadas.
Desde la perspectiva del ajuste estructural, la dependencia descendiente china de la inversión de activos fijos debe alabarse como un logro, pero como Martin Wolf de Financial Times recalcaba en 2016, será muy difícil que China mantenga una demanda agregada en pleno debilitamiento del crecimiento de la inversión.
El consumo de los hogares es improbable que llene ese vacío. En los tres primeros trimestres de 2017, el consumo privado creció un 5,9% en términos reales (ajustado a la inflación), con un descenso de 0,5 puntos respecto a 2016. Cuesta prever una subida repentina del consumo familiar en 2018.
El crecimiento en las exportaciones netas también parece improbable que compense el declive de la inversión, como poco porque el presidente estadounidense Donald Trump sigue inclinado hacia el proteccionismo en sus acuerdos con China.
Aunque China probablemente siga empleando la política fiscal para reforzar la demanda, el alcance al que puede hacerlo estará constreñido por factores como la carga de deuda de los gobiernos locales y la restricción de los llamados vehículos financieros del gobierno local. El gobierno no permitirá seguramente que el déficit presupuestario supere el 3% del PIB.
La inversión china en activos fijos incluye tres grandes categorías: manufactura, infraestructuras e inmobiliaria. La inversión manufacturera supone la mayor cuota, del 30%, pero ha descendido gradualmente desde 2012 y ha debilitado en general el crecimiento de la inversión. Es improbable que vuelva a remontar salvo que China logre alguna innovación tecnológica o institucional.
La inversión inmobiliaria, por su parte, ha seguido un patrón cíclico en las dos últimas décadas y se recuperó decididamente a principios de 2016 antes de volver a caer en 2017. Dada la determinación del gobierno de contener los precios de la vivienda, que en varias ocasiones han avivado la preocupación por burbujas locales, hay pocos argumentos para esperar que la inversión inmobiliaria vaya a repuntar en un futuro cercano.
Y eso nos deja solo con la inversión en infraestructuras, cuya cuota de la inversión total ha ido en aumento desde 2012. Sin embargo, la inversión en infraestructuras ya ha alcanzado tal nivel que el crecimiento continuado podría empeorar la asignación de recursos (lo contrario a los objetivos declarados por el gobierno). A eso añadimos las restricciones fiscales y una regulación financiera más estricta, y una ampliación de la inversión en infraestructuras sería difícil, por no decir otra cosa.
Todo esto nos lleva a una conclusión sencilla: salvo que haya leído mal las estadísticas oficiales de la inversión, el optimismo acerca del crecimiento de la economía china en 2018 no está garantizado, aunque eso no significa que los pronósticos del país sean sombríos en general. Si el crecimiento económico parece caer por debajo del objetivo del 6,5%, el gobierno empleará las herramientas macroeconómicas de estabilización, pese a los elevados costes futuros, mientras se esfuerza por evitar que las vulnerabilidades financieras se conviertan en riesgos sistémicos financieros. Lo más prometedor es que los esfuerzos del gobierno chino para cultivar la innovación e implementar reformas estructurales podrían generar importantes rentabilidades a largo plazo.
Todo sugiere que la montaña rusa de la economía china se dirige hacia otra subida y el crecimiento se estabilizará con un ritmo decente. Como en cualquier atracción popular, los pasajeros tendrán que hacer cola.
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