
Los comentarios de Donald Trump durante la campaña presidencial en Estados Unidos no levantaron precisamente los ánimos respecto a las relaciones chinoamericanas. Trump denunció a China por "quitarnos puestos de trabajo" y "(robar) cientos de miles de millones de dólares de propiedad intelectual". Acusó en repetidas ocasiones a China de manipular su moneda. El punto más bajo acaeció cuando Trump advirtió a sus seguidores de que "no podemos seguir permitiendo que China viole a nuestro país. Es lo que está haciendo. Es el mayor robo en la historia del mundo".
Con una retórica tan incendiaria, muchos sintieron comprensiblemente temores ante la idea de una cumbre entre Trump y el presidente chino Xi Jinping en la residencia de Trump en Mar-a-Lago. No costaba imaginarse un apretón de manos negado o la entrega de una factura como la que Trump supuestamente dio a la cancillera alemana Angela Merkel en su visita (dato que niega la Casa Blanca).
Al contrario, Trump trató a Xi con considerable deferencia. Una explicación es que le preocupa el inminente ataque estadounidense de misiles a Siria. Otra es que es más fácil ganarse el respeto de Trump cuando se tiene un portaviones, 3.000 aviones militares y 1,6 millones de efectivos terrestres.
Pero la mejor explicación es sin duda que EEUU depende demasiado de China, económica y políticamente, para que ni siquiera un presidente tan incauto diplomáticamente como Trump pueda provocar un conflicto.
Económicamente, EEUU y China están demasiado interconectadas a través de las cadenas globales de suministro como para cortar los lazos. Las empresas de Estados Unidos no solo compiten con las importaciones chinas sino que también dependen mucho de ellas. Minoristas como Target y Walmart dependen de las importaciones chinas para reponer sus estanterías. Empresas electrónicas como Apple dependen de trabajadores en China para el montaje de sus productos. Y la idea de que EEUU pudiera obtener fácilmente lo mismo de otros países es fantasioso. Sencillamente, aunque Trump ha comentado varias veces que China vende más a EEUU que al contrario, declarar la guerra comercial con el fin de corregir este supuesto desequilibrio le costaría muy caro al sector empresarial americano.
Si hay un sector al que Trump escuche constantemente es el de los negocios. Unas sanciones comerciales agresivas de EEUU a China hundirían los precios de los valores y alarmarían a un presidente que mide su éxito en política económica por el nivel del mercado bursátil. El arancel Smoot-Hawley de 1930 no provocó la Gran Crisis y mucho menos la Gran Depresión pero ese arancel y las represalias que suscitaron sumergieron la Bolsa aun más y no fue precisamente de ayuda.
Políticamente también, EEUU no puede permitirse un conflicto grave con China dada la crisis creciente en la península de Corea, que las provocaciones de Corea del Norte y la reacción incauta de Trump han traído a la palestra. Postureos aparte, Trump se verá obligado a reconocer que las fuerzas militares no son una opción. Una operación "quirúrgica" contra las instalaciones nucleares de Corea del Norte no sería un éxito probablemente, mientras que un ataque masivo provocaría represalias devastadoras contra Corea del Sur.
La única estrategia viable es endurecer las sanciones y la presión política para llevar a Corea del Norte a la mesa de negociación. La única parte capaz de endurecer las sanciones y aplicar una presión política efectiva es China, cuya voluntad EEUU ahora considera esencial.
La media vuelta de Trump sobre China tiene que ver con su "recalibración" de la derogación de Obamacare, la reforma de la ley fiscal, la organización de una iniciativa a gran escala de inversión en infraestructuras y la renegociación del Acuerdo de Libre Comercio de América del Norte (Nafta). En cada caso, sus eslóganes simplistas de campaña se han dado de bruces contra la realidad política. En todas estas áreas, Trump está aprendiendo que está rodeado por las mismas restricciones que llevaron al gobierno de Barack Obama a tomar las decisiones que tomó. Como con Obama, el agente del cambio está resultando ser uno de continuidad. EEUU tiene reclamaciones económicas legítimas contra China, por ejemplo respecto a su tratamiento de la propiedad intelectual estadounidense y las exportaciones de vacuno y grano de EEUU, pero el lugar apropiado para oír esas disputas es la Organización Mundial del Comercio. Ahí es donde el gobierno de Trump, al igual que el de Obama, acabarán seguramente.
El gobierno de Trump todavía podría calificar a China de manipuladora monetaria y reprenderla por mantener su tipo de cambio artificialmente bajo. Podría hacerlo ahora o a finales de año pero esa acusación sería contraria a los hechos: el yuan está bastante valorado y China ha intervenido para apoyar el tipo de cambio, no para debilitarlo. Dentro de la circunvalación de Washington DC, los datos ya no son que lo eran. Señalar a China por manipulación podría seguir atrayendo a un presidente que valora el simbolismo tanto como Trump.
Pero las consecuencias serán escasas. EEUU depende demasiado de la cooperación china como para arriesgarse a una oposición excesiva de los líderes chinos. Calificar a China de manipuladora monetaria sería el equivalente en política económica a lanzar 59 misiles crucero a una base aérea aislada de Siria. Mucho ruido y pocas nueces es lo que cabe esperar aún de esta situación.