
Es momento de pronosticar el 2017. Al menos, para corregir ese pronóstico a lo largo del año que viene y saber en qué y por qué falló. Pues bien si, para mí, las proyecciones de 2016 eran relativamente sencillas, las de 2017 están llenas de incertidumbre.
¿Por qué? Porque los Presupuestos estaban aprobados antes de acabar 2015; porque la política tributaria para 2016 era no modificar nada y, si acaso, reducir el IRPF.
En 2017, por el contrario, se perfilan subidas del Impuesto de Sociedades que reducirán su liquidez y, en consecuencia, su capacidad de crear trabajo; porque las incertidumbres políticas de este año se alargan con un Gobierno en minoría; porque las autonomías han vuelto a despertar sus ansias gastadoras y el Ejecutivo minoritario es débil para ahormarlas; porque el desacuerdo de la OPEP en 2015 pronosticaba precio bajo de los carburantes para todo el año siguiente, algo que no ocurre ahora; porque no se esperaba ni a Trump, ni al Brexit y llegaron de improviso.
Los pronósticos, basados en modelos macroeconómicos, es decir en alargar las tendencias pasadas, anuncian un crecimiento del PIB español sobre el 2,5% con un ligero descenso del paro en dos puntos (17% a final de año) y del repunte de la inflación (¿2%?). Una desaceleración clara del crecimiento aunque razonable.
Lo desesperante es que, si en lugar de centrar los ingresos tributarios en el aumento de Sociedades (que todos los países reducen por la competencia global), se bajaran las cotizaciones de la Seguridad Social y se aumentara el IVA para compensar, creceríamos por encima del 3%, crearíamos más de medio millón de puestos de trabajo y cumpliríamos con el déficit público acordado con la Unión Europea a pesar de las incertidumbres internacionales.
A la vista de esto la pregunta es: ¿pero qué diablos habrán estudiado los economistas de todos los partidos representados en las Cortes?