
Dinamarca es la vigésimo quinta economía más rica del mundo. Y eso que sufrió los rigores de la crisis tanto o más que el resto. Sus ciudadanos disfrutan de uno de los más altos niveles de vida del planeta, su riqueza per cápita roza los 12.000 euros al mes y ocupan el octavo puesto en el escalafón internacional. Su tasa de paro es prácticamente friccional, de en torno al 6%. Y es mucho más baja entre los menores de 25 años. Su deuda roza el 40% del PIB. Su déficit, en lo peor de la tormenta, no ha llegado al 3%.
Pues bien, Dinamarca -lo recordó ayer Albert Rivera- lleva más de un siglo gobernada por ejecutivos de coalición. Y no parece haber problema. Los seguidores de la magnífica serie de televisión Borgen hemos descubierto que en Dinamarca hay corrupción, puertas giratorias y raras componendas políticas, como en cualquier democracia, sería absurdo negarlo. Pero hay también voluntad de probar políticas que puedan mejorar la vida de los ciudadanos y habilidad para ceder forjando acuerdos con el adversario.
En los gobiernos, bipartitos o tripartitos, se toman decisiones al mismo tiempo que se ejerce la oposición. El bienestar de su país está por encima de sus intereses personales. Y parece que funciona. Será que en España, tal vez por falta de experiencia, nos falta esa cultura del pacto.
No hay más que ver al Partido Socialista pidiendo perdón por abstenerse para dejar gobernar a Mariano Rajoy cuando debería sacar pecho por facilitar la gobernabilidad del país después de casi un año en funciones. Tal vez es que han sido muchos los meses de desgaste. Del PSOE y del resto. Pero lo que se percibe en nuestros políticos en general no son ganas de mejorar la vida de los ciudadanos, sino de pillar un buen sillón y en el mejor de los casos esperar a que no les caigan muchos marrones. Con la negociación de la inevitable reforma de la Seguridad Social tendremos ocasión de testar de nuevo su grado de responsabilidad.