Los tiempos y querencias de la política no suelen coincidir con los de la economía. En ocasiones son incluso antagónicos. Esa disfunción explica en gran medida la paradoja de nuestro mercado laboral: acabamos de cerrar uno los los mejores meses de junio de la serie histórica para el empleo, hemos anotado cifras brillantes de contratación y, sin embargo, las cotizaciones de los trabajadores no dan para financiar las pensiones: la Seguridad Social sigue en números rojos.
La evolución demográfica es el talón de Aquiles del modelo. El INE ya ha advertido que, en apenas dos décadas, el envejecimiento de la población pondrá en riesgo las prestaciones. Pero apenas hemos escuchado un par de menciones al asunto en la última campaña electoral. Es más cómodo prometer la luna que decir la verdad y correr el riesgo de perder un voto enfrentando de cara un grave problema estructural.
Hoy por hoy, el asunto es otro, pero la reacción de nuestros políticos es tanto o más cobarde. La cotización de cada trabajador que entra en el sistema no llega para pagar la prestación de cada nuevo jubilado. Es posible que, en unos meses, a fuerza de crear empleos, las cuentas cuadren momentáneamente, pero será sólo otro espejismo.
Las empresas cubren tres cuartas partes de su plantilla con indefinidos, mucho más caros, y el resto, sobre todo después de una crisis como la que hemos padecido, es temporal y precario. Así que, o baja el coste del trabajo o, por mucho que nos acerquemos al pleno empleo, poco cambiará. Todos lo saben, sin embargo es más rentable hacer demagogia.
Cuando se está en la oposición resulta más cómodo denunciar la temporalidad, que es obvia. Si se vive en Moncloa, lo importante es presumir de redondas caídas en las cifras. Al fin y al cabo, una legislatura es muy corta para hacer más reformas de las necesarias; dirigirse al ciudadano como a un adulto es un riesgo que no vale la pena correr. Podemos perder un voto.
