Firmas

Bienestar ciudadano o del Estado

  • El sistema de bienestar resulta insostenible aunque pocos lo admitan
  • El gasto público es más despilfarrador y menos productivo que el individual

Pocos economistas dicen con claridad, por la que les pueda caer o porque les interesa mantener el engaño, que nuestro actual sistema de bienestar social, en realidad la parte principal y sustancial de gasto de nuestras Administraciones Públicas, es insostenible. Hace poco se lo escuchaba al profesor Fernández Villaverde, un magnífico profesional que con persistencia nos recuerda que "nada es gratis", indicando lo que ya sabemos pero que los políticos tratan de ocultar o adulterar. A largo plazo solo caben dos soluciones: o elevar los ingresos para su sostenimiento o reducir el gasto.

Describía Fernández Villaverde nuestros Presupuestos Generales como un gran paquete de coberturas de riesgos o contingencias a los que se añaden ciertas cuotas de defensa o -añado yo- justicia que, visto su peso o ponderación, y en algunos casos sus resultados, sobre todo en Justicia, resultan insustanciales. Algo que, en mi opinión, es muy serio pues si algo debe ofrecer el Estado como tal, independientemente de su organización o división administrativa, son servicios de defensa y justicia (diplomacia y exteriores incluidos) que sean lo más eficiente posible. En tanto que la educación, la sanidad o las coberturas ante contingencias (desempleo, jubilación...) estuvieron en manos, surgieron y se proveyeron siempre, desde su inicio, por parte de las personas y no tan mal ni tan ineficientemente como suele pintarse.

Después de todo, nuestro sistema de seguridad social, nuestras pensiones, nuestro servicio de salud (y eso que es uno de los mejores de Europa) o el sistema público de educación, sin ser tercermundistas, que no lo son, no es que sean un dechado de virtudes o ejemplos de lo que debe hacerse ni que, como en el caso de la sanidad, que -insisto- es de lo mejor, no haya problemas, lagunas o faltas importantes, incluidas listas de espera, camas en pasillos o gastos farmacéuticos desmesurados. La comparativa, por ejemplo, con la celeridad que ciertas pruebas o atenciones médicas reciben en el sistema privado no suele dejar dudas a una población que, simplemente, acepta lo que tiene sin pararse a pensar si, para lo que cuesta, para lo que realmente paga por todo el sistema de bienestar social, merece la pena o no su actual estructura y sistema de financiación. Aunque esa misma población, cuando se le pregunta si cree que recibe según paga suele responder que no.

En realidad, cada euro de gasto decidido desde el ámbito político o público no es equiparable a un euro gastado de forma privada. El segundo es mucho más eficiente por naturaleza que el primero, a pesar de que muchos se empeñen en equiparar ambos gastos. El gasto público, siendo en ocasiones preciso, es mucho más despilfarrador y menos productivo que el gasto individual. Y no porque el gasto individual no pueda ser erróneo, derrochador o improductivo sino, fundamentalmente, porque cuando es así quien cubre las pérdidas es el propio individuo que decide mal: ningún político paga por decisiones erróneas sobre los presupuestos públicos (no hablo de corrupción ni delito, que tampoco suele ser el caso). La responsabilidad propia y los incentivos que crea, son elementos que aseguran la eficiencia.

Cada euro que gasta la Administración Pública (la que sea) debe recaudarse o extraerse de los bolsillos de los ciudadanos. Eso supone gastos añadidos que se pierden de cada euro que cae en manos de o administran los políticos. A esos gastos de recaudación deben añadirse los costes de burocracia, incluidas la justificación propia de existencia de los burócratas y sus propios fines u objetivos de expansión y asentamiento, los gastos y pérdidas que supone lo que Buchanan denominó la búsqueda de rentas y, no es lo último, el coste de oportunidad de lo qué habría hecho ese euro en manos privadas, es decir si su propietario hubiese tenido la oportunidad de decidir sobre el mismo.

Aunque no pienso que los individuos seamos infantiles o estúpidos, puede aceptarse que los poderes públicos nos obliguen a participar en los tres grandes sistemas de cobertura social (pensiones, salud y educación); es decir, que sea obligatorio, como sucede ahora, proveer por nuestro futuro y contingencias y contribuir a la provisión, mediante el sistema de impuestos, de tales prestaciones a quienes realmente no tienen, ni pueden, ni alcanzan o nunca lo harán. En nuestro país, ni estos son muchos ni se encuentran en límites extremos de muerte por inanición, a pesar de lo que insultantemente (para un país desarrollado y comparado con cualquier otro realmente atrasado y sin sistemas de atención sociales) se nos dice desde la supuesta progresía opositora.

Cosa distinta a tener obligación, no sólo moral sino legal, de hacerlo es que sean los poderes públicos quienes administren y organicen la financiación y provisión de tales sistemas.

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