Firmas

Un séptimo aniversario que los británicos no tienen motivos para celebrar

Imagen del Banco de Inglaterra.

No hubo tarta. Nadie infló globos ni se entregaron regalos. El pasado jueves el Banco de Inglaterra vivió en silencio una fecha señalada. Al mantener los tipos de interés sin cambios se cumplieron siete años en los que no ha hecho precisamente nada.

La situación se está volviendo ridícula. Hay mucho que decir sobre la estabilidad. Las ventajas del activismo del banco central, del que hemos visto mucho en los últimos años, son exageradas. Aun así, la Reserva Federal, el Banco Central Europeo y el Banco de Japón, por no hablar de los bancos centrales de Suiza y Suecia, han emprendido políticas considerables en ese intervalo. El inglés, ninguna.

Con unos niveles de empleo en máximos históricos y una tasa digna de crecimiento no ha habido mejor momento para subir los tipos. Si se mantienen los tipos sin cambios mucho más tiempo será imposible volver a moverlos, y eso entraña sus propios peligros.

Hay que retroceder nada menos que a marzo de 2009 para encontrar la última vez que el Banco de Inglaterra cambió los tipos. El 5 de marzo de ese año, la entidad redujo los tipos hasta el 0,5%, el nivel más bajo desde su fundación, allá por 1694. A la vez, lanzaba su programa de flexibilización cuantitativa.

Desde entonces, la recesión llegó y se fue. La bolsa ha recuperado casi todas sus pérdidas. El sistema bancario se ha estabilizado. Ha habido un par de elecciones generales y un nuevo primer ministro, pero los tipos de interés no han cambiado. El comité de política monetaria se reúne religiosamente cada mes, charla sobre el estado de la economía, se inquieta por las condiciones financieras y después lo deja todo tal cual. Cuesta adivinar para qué se toman la molestia de asistir a las reuniones e incluso de hacer un anuncio formal. Los mercados ya no les están mirando.

Por supuesto, en ocasiones la economía británica habría dado cualquier cosa por esa clase de estabilidad. El miércoles negro de 1992, con la libra presionada por el Mecanismo de Tipos de Cambio (antecesor del euro), el Banco subió los tipos dos veces en un día, haciéndolos pasar del 10% al 15%, en un esfuerzo por mantener la libra dentro del sistema. Para los agentes fue muy entretenido (y para los periodistas económicos, pensándolo bien), pero un desastre para la economía.

Tal vez sea pasarse de la raya. La Fed subió los tipos un cuarto de punto a finales del año pasado. Hace dos semanas, el BCE recortó su tipo principal a cero. Japón ha pasado a tipos negativos, al igual que los bancos centrales de Suiza y Suecia. Puede que sean medidas acertadas, o no (el tiempo lo dirá), pero al menos los responsables responden a unas circunstancias cambiantes y ajustan la política en consecuencia.

El Banco de Inglaterra ya ha dejado de hacerlo. Al fin y al cabo, la economía británica, con todas sus flaquezas, está mucho mejor que en 2009. El crecimiento ha retomado unos niveles respetables. Cayó ligeramente hasta el 0,3% en el último trimestre, pero en todo 2015 se situó en el 2,2% y el 2,9% un año antes. Son cifras perfectamente decentes.

Los niveles de empleo son extraordinarios. En febrero, 31,4 millones de personas tenían trabajo en el Reino Unido, la mayor cifra jamás registrada, y el índice de empleo no deja de alcanzar máximos mes tras mes. Los salarios crecen un 1,9%, perfectamente normal cuando el tipo de inflación es de solo el 0,3%. No tiene nada de espectacular, pero casi todo el que busca trabajo lo encuentra, y los sueldos suben en términos reales. No es exactamente una emergencia, ni se puede sostener que nada haya cambiado desde 2009. En realidad, los tipos inmóviles suponen tres grandes problemas.

El primero es que crean una sensación artificial de que los tipos jamás se mueven. Quien haya pedido dinero para comprarse una casa en los siete últimos años habrá empezado a olvidar el riesgo de que los tipos lleguen a subir algún día. Lo mismo ocurre con las empresas que hayan asumido una deuda para ampliar. Las personas y las empresas deben prepararse para el caso eventual de que los tipos suban, y eso no se puede conseguir si se mantienen sin cambios para siempre.

Además, los tipos de casi cero se están incrustando en el sistema. Después de cinco, seis e incluso siete años, se toman por permanentes y la gente cambia su conducta consecuentemente. Por ejemplo, al desvanecerse la rentabilidad del efectivo, se ahorra menos o colocan su dinero en productos de alto riesgo donde aún queda algún tipo de rendimiento. Cualquier psicólogo le explicará lo difícil que es conseguir que las personas cambien su comportamiento, pero cuando lo hacen, es todavía más arduo que lo vuelvan a cambiar.

El último problema, y tal vez el más grave, es que muchas empresas moribundas se mantienen con vida gracias al dinero barato. El menudeo británico, por ejemplo, está repleto de cadenas que encogen ante la embestida de Internet. Tal vez sería mejor para todos si quebrasen. Sobreviven cual zombis y estarían mejor muertas.

En efecto, preocupaciones por una leve deflación aparte, la economía británica funciona a la perfección y es capaz de asimilar una subida de cuarto de punto. Ha llegado el momento en que el Banco debe variar los tipos, al menos para demostrar que todavía puede hacerlo. Si no actúa enseguida, será demasiado tarde para que pueda volver a hacerlo.

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