
Califico como interesante el mensaje exhibido el pasado 5 de marzo por el presidente del BCE, Mario Draghi. Y no me refiero al de sobra conocido y esperado inicio de inyección masiva de liquidez mediante compra de activos financieros desde el 9 de marzo, a razón de 60.000 millones de euros al mes, hasta finales de septiembre de 2016, o más allá si el consejo de gobierno de la institución lo considerase preciso.
Como supongo que a Draghi no le falló el subconsciente, ni tuvo un repentino ataque de sinceridad, sino que quiso decir lo que dijo, lo que me llamó sobre todo la atención fue el reconocimiento expreso que hizo de los diversos efectos no deseados (en el doble sentido de ser perniciosos y de que algunos no son el objeto o intención expresos de la autoridad monetaria) de medida tan desproporcionada y económicamente dañina a largo plazo, aunque a corto y medio todo parezcan parabienes y en términos políticos la jugada sea redonda para las muy endeudadas autoridades. Después de todo, los gobernantes vienen aplicándola desde largos siglos antes de Cristo.
Así, Draghi reconoció que, incluso antes de haberse iniciado de facto, la inyección de liquidez ha generado un aumento en la demanda de deuda pública o soberana, con la consecuente reducción de tipos de interés y caída de las primas de riesgo en términos generales; que se ha producido un aumento en el valor de los activos de renta variable, es decir, en las bolsas de valores y mercados financieros de la zona euro; y una depreciación del euro. Además, en más de una ocasión, Draghi mencionó la contribución de la administración de liquidez del BCE a la elevación de los precios y al logro de un rebote inflacionario, efectos todos calificados por el presidente del BCE como positivos, pero que, como he dicho, ninguno lo es.
¿Desde cuándo la inflación es positiva? Dados los últimos registros de la tasa de variación anual del IPC en términos negativos (no son a la baja, pues el dato adelantado de febrero muestra una tasa del -1,1%, dos décimas mayor del -1,3% de enero), algún medio habla incluso de regreso a niveles de precios normales gracias a las medidas del BCE.
Pero, ¿por qué se conciben como normales situaciones o procesos de inflación continuada y no de pequeñas deflaciones, máxime cuando la tendencia histórica o secular es que los precios bajen? Recuérdese que en España no hemos tenido tasas de inflación anual negativas, medidas mensualmente por el IPC, prácticamente desde que el indicador funciona, exceptuando ocho meses en 2009, en marzo de 2014 y ocho meses que van desde julio de 2014 hasta febrero de 2015.
Pero aquí todo el mundo habla o publica lo mala, dañina y perjudicial que es la deflación. ¿Y no lo es una inflación durante 60 años, máxime cuando nuestro diferencial con el resto de Europa ha sido largamente mayor y perjudicial?
Pero, además, es que se ha tratado (porque termina) de un ajuste de precios a la baja imprescindible, necesario y beneficioso, por las consecuencias positivas -éstas sí- que ha tenido para los agentes en medio de una caída generalizada de rentas e ingresos de diverso tipo, y que se ha producido tras una recesión o descensos de la actividad, la producción, la industria y el comercio, con aumentos de existencias de todo tipo y excedentes de producción y de factores, incluido el trabajo. Las caídas de precios son, precisamente, la respuesta que tiene una economía para reajustar tales excedentes y excesos del pasado y retornar a una senda de ajuste en las cantidades, también en el empleo que debe acomodar su oferta y cualificación a las necesidades nuevas.
La idea o percepción de la inflación necesaria o bondadosa es una manipulación interesada desde el poder, por los propios motivos aducidos por Draghi, para facilitar o reducir triplemente los problemas de financiación de las autoridades: mediante reducción real de las deudas e intereses a pagar por los gobiernos; mediante las diversas vías de recaudación impositiva que genera la propia inflación, entre ellas la inflación es en sí misma un impuesto pero también afecta a tipos, tramos, bases y deducciones; y, en definitiva, mediante abundante dinero fresco para lo que algunos llaman hacer política y mucha, mucha demagogia, facilitando la colocación de cantidades crecientes de deuda pública cuando los votantes no soportan ya más presión fiscal (lo siguiente es domeñar al ciudadano). Empezamos a querer saber en qué, para qué y cómo se gastan los impuestos, dadas las experiencias desagradables vividas, precisamente, cuando más alegrías económicas (artificiales, por cierto) han existido.