
En los ojos de este nuevo Superman no arde el drama en cámara lenta, sino la sonrisa de un niño leyendo tebeos bajo la sábana con una linterna. El director James Gunn (El Escuadrón Suicida, Guardianes de la Gakaxia) llena la película de emocionantes escenas de acción y humor, oportunamente salpicadas.
David Corenswet es a sus 32 años recién cumplidos casi tan desconocido como Christopher Reeve, que tenía 26 cuando saltó a la fama como el Hombre de Acero. La película también está protagonizada por Rachel Brosnahan (House of Cards y La Maravillosa Sra Maisel) como Lois Lane y Nicholas Hoult como Lex Luthor. Completan el reparto Skyler Gisondo como Jimmy Olsen, Isabela Merced como Hawkgirl, Beck Bennett como Steve Lombard, Nathan Fillion como Guy Gardner, Anthony Carrigan como Metamorpho y Edi Gathegi como Mister Terrific.
Gunn ha convertido al último hijo de Krypton en una criatura solar, vulnerable y cándida, sin despojarlo del aura mítica que lo precede. Es como si de repente el héroe más incorruptible hubiese bajado del pedestal para caminar entre los vivos, con una ingenuidad tan peligrosa como desarmante.
David Corenswet encarna a este Superman con la frescura de quien ha nacido sin pecados, pero con el peso de un destino cósmico en los hombros. Tiene la mandíbula de los antiguos salvadores, pero en los gestos asoma algo de ternura animal, una debilidad humana, que es donde Gunn acierta. Su Superman sangra, se parte, se dobla, y aun así vuela. Lo acompaña un Krypto inquieto, canino en la forma y demiurgo en el fondo, mezcla de juguete con alma de rayo. Porque sí, hay un perro. Y no uno cualquiera. Un perro con capa, humor y puñetazo.
Pero la verdadera piedra de toque es Lois Lane. Rachel Brosnahan le da una lengua más afilada (como experta en stand-up comedy) que el acero y una mirada que no busca salvadores, sino iguales. No hay súplicas, ni balcones nocturnos: ella escribe titulares como quien afila un cuchillo, y ama a Clark porque ve en él a alguien que duda, que tropieza, que se esfuerza por entender este mundo torcido que ha decidido proteger. La relación entre ambos —ya consumada cuando empieza el metraje— es un oasis de normalidad dentro del huracán de explosiones y enemigos abisales.
Gunn maneja con pericia su juguetería habitual: monstruos grotescos, tecnología delirante y un diseño de producción que parece extraído de una feria retrofuturista de los años 50. Aquí hay ecos del primer cine pulp, del optimismo ingenuo de las historietas que no pedían permiso para soñar. A cada plano le brota un guiño, una ironía, un destello de autor que no se toma tan en serio a su criatura, y por eso consigue que nos la creamos. El Lex Luthor de Nicholas Hoult, por ejemplo, es un espejo inquietante: un empresario del caos con discurso geopolítico y sonrisa de reptil que no se parece tanto a un supervillano como a ciertos presidentes actuales.
Gunn, como un niño travieso con dinero, juega a resucitar la fe en el héroe luminoso, sin renunciar a ensuciarle la capa. Le da palizas, lo hiere, lo arrastra por la tierra, como queriendo comprobar si bajo el acero hay carne. Y lo hay. Superman sangra, pero no se contamina. Esa es su diferencia.
Al final uno sale del cine con los ojos como recién lavados, como si el bien aún fuese posible sin necesidad de coartadas. Y si no lo es, que al menos lo parezca. Para eso están los mitos. Para eso existe el Séptimo Arte.
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