
De los Hombres G a Kaka de Luxe va un mundo. Pero ambos caben en esta exposición de La Movida. Porque al final la Movida fue eso: una colcha de retazos, una verbena de talentos. Algunos de los que teníamos 17 años en 1980 y nos casamos en 1989 la vivimos tan intensamente que no nos quedan muchos recuerdos. Algunos terminaron en la gloria, otros lo hicimos en el anonimato, varios en el manicomio, no pocos en el cementerio. Pero todos vivimos como si la historia nos debiera una canción. Y vaya si nos la cobramos. Más de una.
Madrid, primavera tibia, luz con olor a ozono y a vinilo caliente. En la calle Fernando VI la ciudad parece un eco del pasado, pero no uno de esos ecos domesticados por los manuales escolares, sino uno con chupa de cuero, sombra de pintalabios corrido y un leve olor a resaca dulce. La Movida, esa entelequia que algunos insisten en reducir a una melopea de juventud descarriada, resucita con la obstinación de los mitos en una exposición de la SGAE titulada La Movida, juventud y libertad. 1977-1986. Humilde, dice el comisario Sabino Méndez, pero tejida con oro viejo.

"Yo no recuerdo un solo libro, un solo cuadro, un solo disco", decía en 1991 José María Álvarez del Manzano, alcalde que quizá hubiera preferido un Madrid en sepia, en lugar del caleidoscopio 'punk 'que sacudió los cimientos del franquismo enterrado a medias. Para él, la Movida era "algo etéreo", una propaganda política. Una nada. Pero qué inmensa es la nada cuando se llena de guitarras eléctricas, marionetas con gafas de sol, 'fanzines' impresos con más entusiasmo que ortografía, y libretas de Telefónica donde Almodóvar garabateaba sus delirios con bolígrafo Bic. ¿Qué será entonces el ser?

La exposición ofrece piezas como quien sirve copas en un bar de Malasaña a las cinco de la mañana: sin protocolo, pero con alma. Allí están los Electroduendes, la Bola de Cristal original, la marioneta de Horacio Pinchadiscos y fotografías de una juventud que parecía no tener mañana —pero qué espléndido fue aquel presente. Están Ceesepe y El Hortelano, y Sybilla, Nacho Cano antes de las opiniones. Y discos, claro, discos de oro como soles fritos en tocadiscos portátiles.

Y guitarras, que no falten. Una Hofner de Álvaro Urquijo, una Telecaster de Emilio de Los Elegantes, una Ibanez de Jorge Ilegal. Como reliquias laicas, estas guitarras hablan sin hablar. Son los restos arqueológicos de una era sin normas, donde los acordes servían para escupir rabia o para besar con lengua, dependiendo de la canción.
Decía Sabino Méndez, aquel guitarra de Loquillo y los trogloditas, tan bueno como filósofo como músico, que además de comisario fue testigo, que en los últimos cincuenta años no ha habido un movimiento como este, capaz de aglutinar tantas disciplinas sin jerarquía, sin dogma, sin cartilla de militante. Como el Barroco, pero con gafas de espejo y botas Doctor Martens. Aunque con una diferencia notable: "Lo que no hubo fue literatura", lamenta Méndez. Porque escribir exige tiempo, y ellos vivían demasiado deprisa. A cambio, hay revistas y fanzines, esos manifiestos espontáneos, impresos con tinta prestada y agrafes torcidos, que decían más sobre el espíritu de la época que cien ensayos académicos.

La Luna de Madrid, El Víbora, Metal Hurlant… Y otros más marginales aún, como 96 lágrimas, Rococó, Ediciones Moulinsart. Papeles que huelen a cola de fotocopiadora y a urgencia vital. Como si el mundo fuera a acabarse pasado mañana —y acaso se acabó, pero en otro plano.
La exposición está hecha de memoria viva, prestada por los protagonistas que todavía respiran, aunque algunos con bombona. Estuvieron en la inauguración Paco Clavel, Alberto García-Alix, el Gran Wyoming, Patricia Godes, Jesús Ordovás, José Luis Moro, Teo Cardalda… Gente que cambió la historia de este país no con leyes ni con discursos, sino con canciones de dos minutos y medio y una estética sin miedo al ridículo.

Porque esa fue quizá la clave: la ausencia de miedo. La libertad sin correa. La creación como acto espontáneo, no programático, como bien recuerda Pablo Sycet: "No hubo líderes, no hubo manifiestos; sólo hubo ganas". Ganas de hacer, de romper, de reinventarse. Como la Subasta pro Chinas, un gesto tan sencillo como hermoso. Se robaron los instrumentos de Las Chinas —grupo de chicas con más actitud que afinación— y todos se volcaron para que pudieran seguir tocando. Se subastaron obras de Auserón, Broto, Costus, Dis Berlin, Pablo Pérez Mínguez, hasta una serigrafía de Warhol. ¿Cuánto valía Warhol en pesetas? 80.000. Pero el gesto valía mucho más.
A punto de cumplir cincuenta años, la Movida ya es arqueología emocional. Los jóvenes que no vivieron la dictadura —y menos aún la Transición— suelen ver aquel fenómeno como un carnaval perpetuo o una anécdota de padres modernos. Pero no fue eso. No solo fue eso. Fue una respuesta visceral al silencio. Fue un estallido de color en una sociedad aún vestida de luto. Fue la modernidad entrando a patadas por los bares de Malasaña, el Rastro, Rock-Ola, la sala Marquee, la radio libre, el teatro de cámara, el cómic guarro, el cine sin subvención y los sintetizadores comprados de segunda mano.
Y no fue solo Madrid, aunque Madrid fuera el epicentro. Hubo movimiento en Galicia, Cataluña, Zaragoza, Andalucía, Euskadi, Asturias. Cada uno con su acento, su rabia particular, su forma de entender el desmadre. De eso también habla la exposición. De una geografía emocional que no entendía de provincias, sino de pulsos. Aunque, eso sí, el altavoz siempre estaba en Madrid, centro de discográficas y periódicos.

Por eso La Movida, juventud y libertad no es solo una exposición, sino una reivindicación. Y no de un pasado glorioso, sino de una forma de vivir. De crear sin red, de equivocarse sin pedir perdón, de no calcular el algoritmo. Hoy, cuando todo es marca personal y métricas, mirar hacia atrás produce vértigo. Ellos no sabían si alguien los escuchaba. Simplemente lo hacían. Y ahí está la diferencia. En las colas de los cines de la calle Fuencarral una señora entrada en años vendía a voces "chistes de amor" y un tipo vendía poesías escritas a mano en cuartillas. Recuedo uno: "Aquel hombre verde, de cara verde y pies inmensamente verdes… Caminaba hacia la locura azul".
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