
Desde 2013, la revalorización de las pensiones se encuentra desindexada, lo que implica que ya no viene unilateralmente dictada por la inflación. En su lugar, la reforma impulsada por Empleo estableció un sistema que marca una subida mínima anual del 0,25%. Ése es el alza que el Gobierno aplicará en 2017 y esa decisión sólo puede implicar una clara pérdida de poder adquisitivo para los jubilados, en la medida en que el Ejecutivo espera que el IPC se sitúe el año que viene en el 1,4%.
Ahora bien, conviene evaluar esa realidad, y los efectos del sistema del que se deriva, con mayor perspectiva. No en vano el actual mecanismo ha tenido el efecto opuesto en los tres años posteriores a su entrada en vigor. Entonces, cuando la inflación era nula o incluso negativa, las pensiones contaron con la garantía de una subida mínima garantizada. Es más, la reforma no impide que se produzcan alzas mayores en el futuro; así, abre la puerta a avances superiores en medio punto al IPC previsto, si la situación de la Seguridad Social lo permite.
Ése no es de ninguna manera el caso cuando dicha Administración está a punto de cerrar 2016 con un déficit en el entorno del 1,7% del PIB y todavía es necesario recurrir al Fondo de Reserva para cubrir las pagas extraordinarias de diciembre y junio. Admitir en este contexto subidas más cuantiosas de las pensiones constituiría una imprudencia que compromete el futuro del sistema público de protección. Es más abriría un temerario precedente en un momento en el que los precios parecen embarcados en una senda duradera de crecimiento. La desindexación de estas prestaciones constituye todavía, por tanto, una necesidad.