El Ibex 35 cerró ayer apuntándose su peor caída, un 5,01%, desde agosto de 2012, tras una sesión de vértigo en la que el selectivo llegó a desplomarse más de un 7%. Detrás de este movimiento, para el que los expertos aún no encuentran suelo (pese a acumular un retroceso del 16% en un mes), se situaba, de nuevo, el retroceso del mercado chino, cuyo índice de referencia, el Shanghai Composite, se contrajo un 8,5%, en su sesión más complicada desde 2007.
Una mengua así es la mejor prueba de que Pekín no da con la estrategia que ataje la huida de los inversores. No lo logró con el corralito bursátil de julio; tampoco con la medida anunciada el domingo, que permite a los fondos de pensiones invertir en los mercados de valores.
Es difícil determinar cuándo logrará China dominar ese miedo, máxime desde que las inesperadas devaluaciones de este mes espolearan las suspicacias hacia su economía. Además, las dudas sobre el gigante sorprenden a Europa en un momento complicado, después de un primer semestre de crecimiento débil, tras el que la UE está en una encrucijada.
Por un lado, el abaratamiento de las materias primas que China estimula, en especial del crudo, impulsa el crecimiento. En paralelo, sin embargo, la depreciación que experimenta el yuan respecto al euro supone un problema para el que es el principal socio comercial del gigante asiático. La volatilidad bursátil es comprensible, por tanto, en la medida en que aún no es claro si la crisis china supondrá sólo una mayor ralentización en una recuperación mundial (y, sobre todo, europea) de por sí débil, o conducirá a una recesión. A priori no hay visos de que esta última opción sea la más probable.