
La reforma laboral aprobada por el Gobierno se ha convertido en uno de los blancos preferidos de las fuerzas de izquierda. Es lo que cabía esperar de los sindicatos mayoritarios, cuya capacidad de influencia en aspectos como la negociación colectiva se ha visto muy mermada, y de las facciones más populistas dentro de ese espectro ideológico, más preocupadas en captar votos que en las necesidades reales del mercado laboral español.
Más preocupante resulta que el actual secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, se deje arrastrar por esas corrientes y haga de la derogación de la reforma laboral uno de los puntos capitales del programa que desplegaría en caso de llegar al poder.
No reconocerle ningún mérito a una reforma que ha conseguido que la economía española venza una de sus inercias más tradicionales, la incapacidad de crear empleo hasta que el PIB crezca por encima del 2%, resulta injusto.
Sin embargo, la consecuencia más grave de esa estrechez de miras la señala el director senior de riesgo soberano europeo de Standard & Poor's (S&P). Frank Gill pone de manifiesto que, devolviendo al mercado de trabajo sus rigideces, el crecimiento del PIB, ahora que ha alcanzado velocidad de crucero, se verá afectado. Y, lo que es más grave, la desacelaración, cuando no estancamiento, golpearía a la recaudación tributaria y, con ello, al cumplimiento de los objetivos de déficit.
Resulta indudable que la reforma que impulsó la ministra Báñez presenta todavía flancos débiles, como son las políticas activas de empleo o la precariedad de las nuevas contrataciones; pero no lo es menos que esas ineficiencias en absoluto se arreglarán dejándola fuera de juego. Revertir las reformas ya iniciadas en nada beneficia a la economía.