
Theresa May está atrapada en un laberinto en el que todas las rutas conducen al minotauro y ninguna a la salida de la Unión Europea, al menos, no con la hoja de ruta de una primera ministra entre la espada de los eurófobos y la pared de un Parlamento que no le perdona su coqueteo con el 'Brexit' sin acuerdo.
Aunque el origen del caos generado por el referéndum no sea responsabilidad suya, la premier es culpable de sobreestimar su autoridad en el Partido Conservador y de minusvalorar la voluntad de la Cámara de Comunes de imponer su huella en la decisión más importante afrontada por Reino Unido desde la II Guerra Mundial. Y lo cierto es que la Primera Ministra parece quedarse sin salidas y la convocatoria de unas elecciones adelantadas también sería suicida.
La imagen de una mandataria suplicando apoyo en Westminster, humillada por sus propios diputados y a punto de perder la competencia más intrínseca de un gobierno ha quedado ya marcada en la memoria colectiva de un país en el umbral de la crisis constitucional. En un extraordinario ejercicio de interpretación de una realidad paralela, May ha vuelto a responsabilizar al Parlamento de la parálisis que ella misma se había encargado de instaurar al creerse omnipotente ante un divorcio que, más que nunca, demandaba consensos.
El problema ya no es que no invitase a la oposición, sino que ni siquiera consultó a su propio gabinete, ni a un grupo parlamentario donde conviven desde la eurofobia recalcitrante, al deseo de mantener lazos estrechos con el socio comercial de referencia de la que sigue siendo la segunda economía del continente.
May negoció con Bruselas desde el unilateralismo, confiando ciegamente en que nadie en casa se atrevería a disputarle el resultado. Su fallo en el cálculo de riesgos será su condena y su incomprensión ante la negativa de Westminster a darle un cheque en blanco amenaza con profundizar una deriva institucional que acerca a Reino Unido al precipicio de una salida sin acuerdo.