
Theresa May hace frente a la prueba más difícil de su vituperado liderazgo con la concreción de la fórmula que dictará la salida de la Unión Europea. La primera ministra británica está resuelta a aglutinar las diferentes corrientes que dividen al Gobierno y pretende cerrar filas antes de final de mes.
Para ello, habrá tres reuniones del denominado 'gabinete de guerra' del Brexit, la primera, la semana pasada, para limar las asperezas que la tregua dictaminada en diciembre no fue capaz de resolver.
El problema fundamental es de base, pero sus ramificaciones alcanzan aspectos técnicos de complicada resolución, sobre todo porque la solución final no depende exclusivamente del deseo de Londres, sino de la flexibilidad de la compleja burocracia comunitaria y de la voluntad de veintisiete estados con agendas domésticas marcadamente diferentes. La dificultad de raíz parte de la contradicción de que incluso los más acérrimos euroescépticos parecen no comulgar con el mantra de que Brexit significa Brexit.
Si el electorado había apostado por el divorcio sin saber qué implicaría, sobre todo porque ningún bando, ni siquiera el partidario de la ruptura, se lo había explicado, el Gobierno semeja desconocer también qué implica abandonar la Unión Europea. El ministro del Brexit ha denunciado que Bruselas prevea considerar a Reino Unido como lo que los tratados comunitarios definen como un "tercer país", es decir, un estado no miembro. Sin embargo, este será ineludiblemente su estatus una vez completada la salida, independientemente de la relación "profunda y especial" que May promete cada vez que tiene ocasión.
A partir de ahí, el conflicto se amplía hacia las visiones opuestas que las distintas facciones del Ejecutivo presentan en torno a cómo materializar el acuerdo que regirá sobre el futuro encaje comercial. Hasta ahora, Downing Street insiste en que logrará una fórmula "a medida" que le permitirá acceso a los mercados europeos, reservándose el derecho a divergir de las normas comunitarias en sectores específicos. De acuerdo con su análisis, esto es posible porque, como miembro actual, Reino Unido parte de una posición de pleno alineamiento regulatorio.
Como consecuencia, y siempre de acuerdo con la tesis del Número 10, la salida implicaría exclusivamente decidir qué ámbitos quedarían exentos de esta equivalencia normativa, lo que resolvería la incógnita de cómo combinar la salida del mercado único y de la unión de fronteras con la futura interacción entre la segunda economía continental y el principal bloque comercial del mundo. El problema de esta teoría es que pasa por alto un inconveniente fundamental: Reino Unido estará fuera de la UE, por lo que sus miembros no tienen más remedio que tratar sus bienes y servicios como ajenos.
Reino Unido perdería peso
Según recordaba en un estudio reciente el Instituto para el Gobierno, uno de los grupos de estudio de referencia al norte del Canal de la Mancha, hay una diferencia fundamental entre tener las mismas normas que la UE y que estas estén "legalmente reconocidas" como tal. En otras palabras, consumada la salida, el armazón legislativo de Londres perderá el derecho a ser considerado equivalente al de sus hasta entonces socios. Recuperarlo, incluso en un contexto de entendimiento, llevará más tiempo del que, de momento, se pueden permitir las partes, ya que ninguna quiere que la transición hacia el destino final se prolongue más de dos años.
La única manera de evitar este desenlace sería continuar en el mercado común, pero May ya ha dictaminado el abandono del mismo como una de las líneas rojas de su estrategia, puesto que rechaza la libertad de movimiento que implicaría permanecer, así como la equivalencia regulatoria y la jurisdicción de las cortes europeas. Por ello, las dos corrientes principales que dominan en el Gobierno pasan por un acercamiento piramidal: los partidarios de mantener los vínculos lo más estrecho posibles proponen asumir que todo sigue igual en términos regulatorios, procediendo así a estipular dónde habría excepciones; mientras que el sector anti-UE plantea lo contrario, partir de una página en blanco en la que incluir qué áreas contarían con alineamiento normativo.
El primer frente está encabezado por el ministro del Tesoro, quien, no obstante, recientemente reprochaba a la UE una ambigüedad interesada y "paranoia" ante un potencial efecto contagio. El segundo bastión cuenta como cabecilla con el titular de Exteriores e, irónicamente, defiende una aproximación similar a la de los negociadores comunitarios. Su interlocutor jefe, Michel Barnier, ha reiterado que Reino Unido deberá partir de cero para cerrar un pacto comercial, puesto que pasará a convertir en un "tercer país", como en su día lo fue Canadá, una potencia citada habitualmente por Londres como su referencia para la relación de futuro.
Una fórmula intermedia podría pasar por una cierta continuidad en la unión de aduanas, especialmente ante la cuadratura del círculo que supone evitar una frontera dura entre la República de Irlanda y el Ulster. Nadie quiere reimponerla, pero pocos están dispuestos a asumir el coste de evitarla.