
Reino Unido y la UE inician esta jornada la cuarta ronda de negociaciones de su divorcio en un ambiente de cordialidad mejorada. El discurso de Theresa May en Florencia ha reajustado la aproximación británica como un interlocutor menos desafiante, si bien las dudas sobre el futuro continúan.
La primera ministra británica había decidido intervenir para desbloquear el proceso, consciente de que, el próximo mes, la contraparte comunitaria deberá resolver si las conversaciones han avanzado lo suficiente como para permitir pasar a la siguiente fase, la que le interesa a Londres, la de la negociación de su futura relación. Su comparecencia ha permitido rebajar tensiones, pero las incertidumbres permanecen.
La ambigüedad calculada de May es el resultado de la propia guerra interna en la que está sumido su Gobierno. Su falta de autoridad, sentenciada con un adelanto electoral que le explotó en las manos, ha llevado a profundizar las divisiones y, como resultado, la mandataria no es libre de determinar qué significa Brexit. De momento, lo máximo a lo que se atreve es a trazar un plan para el período de transición que, al fin, reconoce que será necesario para evitar el temido escenario del precipicio.
La idea de que, una vez completada la ruptura en marzo de 2019, el panorama continuará siendo muy parecido al actual no gusta en el sector más anti-UE del Ejecutivo, pero incluso los eurófobos más recalcitrantes entienden la necesidad de evitar arriesgar la sostenibilidad económica por la entrada en territorio desconocido. La verdadera batalla vendrá después y afectará al modelo de relación que imperará entre la segunda economía europea y el principal bloque comercial del mundo. Las fórmulas existentes, como la suiza, la canadiense o la noruega, no le valen a Reino Unido, que ha pedido a sus todavía socios que muestren "creatividad".
Cadena de concesiones
El discurso de Florencia ha sido recibido por los opositores a Bruselas como una cadena de concesiones. Pero las claves transmitidas son de carácter meramente temporal. Londres no podía mantener por más tiempo la sinrazón defendida por su ministro del Tesoro, que se ha atrevido a mantener que podrían no abonar factura alguna por la salida, por lo que la asunción de May de que habrá que pagar no es más que aceptar una realidad ineludible, sobre todo, ante la clave tanda de negociaciones que arranca hoy.
De ahí que su comparecencia no evidencie que Reino Unido apunte a un Brexit blando, ni todo lo contrario. La ansiedad de las empresas ante el futuro, junto al riesgo de un perjudicial éxodo corporativo, sobre todo en el sector bancario, constituía un peligro demasiado grande para ignorar, por lo que la primera ministra ha tenido que asumir la obligación de posponer lo inevitable. Como consecuencia, el acceso británico al mercado único y su presencia en la unión de aduanas continuarán y el libre movimiento de personas se mantendrá.
El problema es que los interrogantes sobre el principal punto de fricción se mantienen. La cifra final por las obligaciones financieras comprometidas es fundamental para que la UE permita avanzar el proceso a la fase de análisis del futuro y el discurso del viernes no ha hecho nada por aclararla. La premier reconoció abiertamente por primera vez que seguirán contribuyendo a la financiación del bloque más allá de marzo de 2019, sí, pero la cantidad por los compromisos posteriores a la conclusión del calendario presupuestario vigente, en 2020, continúa siendo un enigma.
Su indeterminación consciente es el resultado de su incapacidad de ofrecer algo tangible, puesto que su propio Gobierno tiene que negociarlo primero. May se atrevió a avanzar qué transición quiere una vez completada la ruptura, pero las concreciones sobre la cuadratura del círculo, a qué relación aspira una vez concluida la fase de transición, permanecen. Por una parte, no puede exponerse a una tormenta en casa y, por otra, debe cuidarse de avanzar demasiado pronto lo que será clave una de las grandes bazas para saldar la ruptura.
Como consecuencia, Europa tendrá que esperar, una imposición que podría impedir al negociador jefe de la UE, Michel Barnier, recomendar a los Veintisiete que admitan el progreso del proceso hacia el análisis del futuro. A su favor, estos tienen ya a una dirigente británica más conciliadora, lo que podría facilitar avances que, hasta ahora, se han mostrado esquivos: aunque mantiene su ya célebre "ningún acuerdo es mejor que uno malo", May ha concedido algunas de las demandas que querían oír.
El período de dos años de "implementación" se caracterizará por mantener el statu quo, por lo que ambas partes podrán acceder libremente a sus respectivos mercados, y Reino Unido ha admitido ya que seguirá dedicando fondos al presupuesto comunitario.