A nadie se le escapa que las necesidades geopolíticas terminan haciendo extraños compañeros de cama. Las declaraciones grandilocuentes sobre la libertad y la igualdad pueden servir de puertas adentro, pero cuando un país quiere jugar a potencia imperial, sólo una cosa importa: los enemigos de mis enemigos son mis amigos. Churchill lo sabía cuando se tuvo que tragar el sapo soviético para combatir a Hitler, claro que entonces la necesidad de acabar con el nazismo era común y perentoria. Pero el pacto, que ha durado 40 años, entre el Capitolio y la familia Saud desafía en apariencia todas las reglas de la lógica: el enemigo de mi amigo, ¿puede ser también mi amigo?
¿Qué hizo que el principal aliado del estado judío de Israel, injerto hipermilitarista de Londres y Washington en Palestina, terminase a partir un piñón con su principal adversario? La respuesta corta es, desde luego, el petróleo. Pero no como se ha contado hasta ahora.
A la guerra del Yom Kipur, la sexta emprendida por Israel contra sus vecinos árabes en menos de tres décadas y que contaba con el activo apoyo militar de Estados Unidos, respondieron los productores de petróleo con un embargo que cuadruplicó los precios del combustible, disparó la inflación, derrumbó el mercado de valores y hundió la economía de EEUU (y otras muchas) en una profunda crisis.
Un trader para vender bonos
Para responder a esta situación, EEUU lanzó en julio de 1974 a su recientemente nombrado secretario del Tesoro (ministro de Finanzas), William Simon, a una gira diplomática por Oriente Medio con la acostumbrada pompa y circunstancia, pero durante la cual tuvo lugar un discreto encuentro de cuatro días de duración en la ciudad costera de Yedá.
El mandato de Simon era simple pero irrenunciable: neutralizar la capacidad de los productores para utilizar el crudo como arma económica y, al mismo tiempo, conseguir que Arabia Saudí se lanzase a financiar el galopante déficit estadounidense comprando masivamente deuda.
El de Simon no parecía sin embargo el perfil más adecuado: fumador empedernido y trader en Wall Street, era un ególatra consumado que no se cansaba de presumir de sus operaciones en el mercado y que, de hecho, se llamaba a sí mismo Gengis Kan. Pero sabía como vender el producto que tenía en sus manos.
Arabia Saudí ya había amasado para entonces gigantescas cantidades de efectivo por la venta de petróleo, y buscaba algún refugio seguro donde invertirlo. Al mismo tiempo, los Saud comprendían que no hay nadie mejor que el proveedor de armamento de tu enemigo, para completar tus fuerzas aéreas y llenar los arsenales.

El acuerdo era pues extraordinariamente simple: a cambio de ayuda militar a raudales (aunque EEUU siempre se guardó su tecnología más reciente para compartirla sólo con Israel), los saudíes se comprometían a invertir miles de millones de dólares cada año en bonos del Tío Sam. De esa manera Arabia conseguía resguardar sus activos y engordar su ejército, mientras que Estados Unidos encontraba una fuente inagotable de financiación para su déficit público (con la ventaja añadida de reducir la sangría de divisas) y que Riad dejase en privado en paz al que, en público, seguiría calificando como enemigo número uno: Tel Aviv.
Secretísimo pacto
La única pega era que Arabia Saudí no podía aparecer de forma explícita como el mecánico de engrase de la maquinaria financiera de Wall Street. Así que el rey Faisal requirió que cualquier compra de deuda fuese "estrictamente secreta". Para ello, y durante 41 años, el Tesoro de Estados Unidos ha hecho todo tipo de malabarismos jurídicos y financieros para que el mundo no separ cuánta deuda americana hay en manos saudíes.
Y así sigue siendo, al menos de forma oficial, hasta hoy. El Tesoro de Estados Unidos ha confirmado, conforme a la legislación de transparencia vigente, que ese acuerdo existe. Pero sigue sin explicar la cuestión clave: ¿cuánto? Los expertos se atreven a estimar el volumen de deuda americana en manos saudíes en, al menos, el doble de lo que se ha venido diciendo.
La cuestión, lejos de ser una mera curiosidad, ha cobrado especial relevancia tras la reciente crisis de ingresos que sufre Arabia Saudí como consecuencia de la caída de precios del petróleo, y que le ha obligado a vender parte de sus activos en el extranjero.
El mecanismo se agrieta
Quizá por eso, por la creciente cercanía entre EEUU e Irán (enemigo irreconciliable de los Saud), y porque Riad ha financiado sin complejos algunos grupos islamistas suníes en el polvorín de Siria e Irak mientras riega Yemen con sus bombas, Estados Unidos ha comenzado a recelar de su aliado, y Arabia Saudí está comenzando a experimentar de nuevo con armas económicas. Pero esta vez no se trata (sólo) del crudo, sino de la deuda.
La monarquía amenazó el pasado año con deshacerse de hasta 750.000 millones de dólares en títulos de deuda de EEUU si su Parlamento autoriza que se considere la posible responsabilidad civil de Arabia por la participación de algunos de sus ciudadanos en los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2011.
Toda esta inestabilidad hace que, a día de hoy, el mecanismo triangular "petróleo - dólares - deuda" muestre ya signos de estar dejando de funcionar: Riad ingresa menos por la venta de crudo, y ha comenzado a reducir su posición neta inversora en el exterior. La presión por conocer cuál es la verdadera posición acreedora de los Saud frente a Washington no deja, además, de crecer.
Quizá pronto sea necesaria la presencia de un William Simon, capaz de poner de nuevo en sintonía la maquinaria financiera de esta extraña pareja de aliados, esta entente improbable que tiene en Tel Aviv a sus mayores beneficiarios directos.