
El Gobierno británico ha identificado una amenaza tan letal para la recuperación que ha decidido sustituir el optimismo vendido desde las generales de mayo por un tono sombrío que no sólo alerta de que la misión de apuntalar la economía no está cumplida, sino que se encuentra en peligro. La complacencia, de acuerdo con el ministro del Tesoro, es un enemigo silencioso, capaz de generar un ambiente de euforia que lleve a reeditar los errores del pasado, por lo que ha decidido intervenir para recordar que las dificultades no han acabado.
El cambio táctico está justificado. Aunque Reino Unido fue la plaza con el segundo mejor crecimiento en Occidente el pasado año, la austeridad está lejos de haber completado su reinado, por lo que George Osborne ha considerado preciso preparar a los británicos para una nueva oleada cada vez más complicada de explicar: si la economía es tan boyante como el ministro quiere hacer entender, evitar que el ambiente se contagie al ciudadano obliga a un delicado cálculo de riesgo entre la transmisión de confianza y la necesidad de mesura.
De momento, la segunda va ganando. Osborne es consciente de los tsunamis que acechan desde el exterior. Las tensiones en Oriente Medio, la incertidumbre en torno a China, la caída de las materias primas, especialmente el petróleo, y las dificultades que atraviesa el bloque de los BRIC, además de proyectar una sombra alargada sobre la evolución global, presentan inquietantes ramificaciones para un Reino Unido inevitablemente interconectado con la evolución global.
Desequilibrio productivo
Sin embargo, los problemas no son de exclusiva procedencia foránea. En casa, ningún gobierno reciente ha sido capaz de resolver la testaruda propensión al desequilibrio productivo: si la coalición encabezada por David Cameron en 2010 se había comprometido a poner fin al monopolio de los servicios, su mayoría absoluta no ha sido suficiente, por ahora, para provocar un giro sectorial que incremente la preeminencia de ámbitos fundamentales como la industria.
Además, existe el riesgo de que la ciudadanía haya interiorizado ya las reivindicaciones de los conservadores, que se presentan como la garantía de seguridad para los bolsillos, al tiempo que mantienen afilada la tijera para el gasto público. El razonamiento a pie de calle es entendible: si la evolución económica es tan robusta como proclama Osborne es razonable extender esta visión a escala doméstica y recuperar los patrones de gasto.
No obstante, ante una legislatura en la que el Gobierno está no sólo obligado a consolidar la recuperación, sino a cumplir con su promesa de llegar a 2020 con superávit, y con una subida de intereses en el horizonte que podría afectar seriamente al consumo, el ministro del Tesoro ha introducido un cambio retórico para evitar que una fatiga de la austeridad provoque una reacción contraproducente.
Cambio de estrategia
Su nueva estrategia oratoria habla de "amenazas", anticipa el año más complicado desde el colapso y advierte de que, "como país, Reino Unido no ha logrado abolir todavía el ciclo de altibajos" entre booms de crecimiento y colapsos. La intencionalidad política es evidente: habrá recortes difíciles que tendrá que "explicar" a la ciudadanía y si el panorama presenta un exceso de confianza, justificar las decisiones será más complicado todavía.
Osborne tiene su parte de responsabilidad en la euforia. No hace ni seis semanas que reivindicaba la robustez de una economía que había recabado 27.000 millones más de los calculados. Así, en vez de emplearlos para su objetivo vectorial de acabar con el déficit, el mismo ministro que pide contención a las familias decidió utilizar la partida para reescribir el manual de gasto.