La jornada laboral de cuatro días o 32 horas semanales gana adeptos en España. Cada vez más empresas la ponen en marcha, seguidas por los programas piloto anunciados por el Gobierno y algunas comunidades autónomas. Pero sus efectos económicos quizá no sean tan positivos como se espera.
Seguramente es difícil encontrar un asalariado que rechace la idea de trabajar un día menos, siempre que siga cobrando lo mismo. Como nos ha mostrado el reciente ejemplo de Telefónica, plantear una reducción salarial proporcional a la del tiempo de trabajo es una opción que no encuentra apenas respaldo.
La idea no es nueva, pero en un mercado laboral que se ha vuelto especialmente consciente sobre el bienestar de los empleados tras la pandemia y, en algunos países, el temor a la conocida como la Gran Renuncia, ha contado con un inusitado apoyo de los poderes públicos, sobre todo en la Unión Europea y Reino Unido. Pero el análisis sobre su impacto sigue siendo complejo.
Las patronales no rechazan de plano una propuesta que ya se aplica en multitud de empresas, especialmente ligadas al sector tecnológico. Pero advierten de que un cambio legal que implante una de manera indiscriminada la jornada de 32 horas puede tener efectos negativos en la actividad y frenar la contratación.
Los sindicatos y Mas Madrid, el partido que lidera la iniciativa para el cambio legislativo en nuestro país y ha pactado con el Gobierno un programa piloto, responden que este riesgo se compensaría por un aumento de la productividad y, además, por un incremento del empleo.
¿La razón? Las empresas tendrían que contratar a nuevos trabajadores para cubrir el tiempo que trabajarían de menos sus compañeros.
¿Quién tiene razón? El debate sigue siendo, a grandes rasgos, teórico. Aunque la reducción del tiempo de trabajo es un fenómeno continuo en la legislación laboral, sus efectos han sido sorprendentemente poco analizados en las últimas décadas.
Por ello cobran especial relevancia dos recientes estudios del Instituto de Investigación para la Evaluación de las Políticas Públicas (IRVAPP) de la Fundación Bruno Kessler que analizan los impactos de una serie de reformas implantadas en Francia, Italia, Bélgica, Portugal y Eslovenia entre 1995 y 20007 que condujeron a reducciones en el tiempo de trabajo.
El empleo no se comparte
El primero de estos informes, firmado por Cyprien Batut, Andrea Garnero, Alessandro Tondini analiza la evolución a nivel sectorial, y las conclusiones son contundentes. "La reducción de las horas de trabajo no se tradujo en un mayor empleo. Además, encontramos un efecto positivo pero insignificante sobre los salarios por hora y el valor agregado por hora trabajada", afirman.

Esta idea parece ser un jarro de agua fría sobre la tesis de que una menor jornada conduciría a un beneficioso "reparto del empleo". Pero tampoco avalan la tesis opuesta: que las reformas de la jornada laboral no tienen un efecto negativo significativo sobre el empleo en términos de oferta y demanda. Aunque en este caso apuntan que las reformas estudiadas se produjeron en un un entorno de crecimiento económico que pudieron absorber estos efectos negativos.
Al tratarse de una cuestión de oferta y demanda del mercado laboral, el análisis también apunta que la reducción de horas sin merma de sueldos puedo tener un efecto similar al de la subida del SMI en un mercado en una situación de monopsonio: es decir, en el que hay muchos parados (demandantes de empleo) y pocos empleadores que lo oferten. Un escenario que no es desconocido en España, aunque nuestro caso no forma parte del estudio.
Sin embargo, los autores apuntan que su análisis se centra en los impactos directos de la reducción de jornada, y no los beneficios que derivan de manera indirecta del aumento en el "bienestar" de los trabajadores. La mejora de la productividad puede llegar también por la mayor satisfacción de los trabajadores, si bien señalan este aspecto requiere más análisis.
Las empresas no pierden
En lo que sí entran de lleno es en el impacto en las empresas. Lo hacen estudiando el caso concreto de Portugal, cuya reforma de 1996 se tradujo en una reducción del tope de jornada de 44 a 40 horas. El estudio, firmado en este caso por Tondini y Marta Lopes analiza cómo las empresas asumen la imposición de una reducción de jornada sin bajar sueldos. Lo que se traduce en salarios proporcionalmente más altos y mayores costes laborales.
Pero lo que el estudio revela es que el descenso de las horas trabajadas 'per cápita' no se compensó contratando más trabajadores, sino subiendo los precios para evitar las pérdidas.

"Claramente, el mayor coste laboral resultante de los salarios más altos se traslada a los precios", indica el informe, que advierte de que hay que analizar las implicaciones políticas y económicas de los programas piloto que se ponen en marcha en España y Europa para analizar los efectos "efectos potencialmente beneficiosos" sobre la productividad de la reducción de horas semanales.