
Según la teoría económica clásica, el trabajo es, como el capital, un factor de producción. Pero es evidente que, en términos políticos y morales, el trabajo de los ciudadanos no puede ser analizado exclusivamente bajo ese prisma. El trabajo es la aportación individual a la comunidad, la realización personal del individuo, el medio más cabal de dignificar la existencia de un ser humano.
Dicho esto, es claro que el gobernador del Banco de España, Miguel Ángel Fernández Ordóñez, tiene toda la razón cuando afirma que el alto coste del despido en España desincentiva la contratación de trabajadores por los empresarios. Además, tiende a incrementar la temporalidad ya que el empleador busca todos los subterfugios imaginables para conseguir que la adaptación de su oferta a la demanda del mercado le resulte lo más barata posible.
En definitiva, este factor es el responsable de una distorsión peculiar de nuestro mercado laboral, en el que hay más temporalidad que en cualquier otro país de Europa. La última reforma del mercado laboral que realizó el Gobierno socialista en el marco del diálogo social para tratar de remediar esta situación no fue fecunda: sólo logró reducir la temporalidad en poco más de un punto.
Así las cosas, es evidente que si queremos competir con éxito en la economía globalizada deberemos tender a la plena racionalidad económica también en este asunto. Lo que no ha de significar por fuerza una mayor desprotección del trabajador: en los dos países de la Unión en que existe despido libre, el Estado se ocupa de indemnizar y proteger a los despedidos. En consecuencia, sería saludable que el diálogo social avanzase hacia este objetivo.
Merma de derechos
Pero en política es muy importante el sentido de la oportunidad. Y en el momento presente, en que la mayor carga de la crisis está recayendo sobre los trabajadores y avanzamos a galope hacia los cuatro millones de parados, resultaría sencillamente indecente plantear siquiera el menor recorte en los derechos adquiridos por los trabajadores. Unos derechos que tienen tradición histórica y que resultan extraordinariamente sensibles.
Estos cambios que hoy pide extemporáneamente la patronal y que sin duda modernizarán al país y le facilitarán la productividad que requiere han de hacerse en época de vacas gordas y no cuando millones de personas han caído ya en el desempleo o están aterrorizadas por la incertidumbre.
Así lo entiende atinadamente el Gobierno y así lo debe de entender también Rajoy, quien en el reciente debate económico se negó a explicar lo que quería decir cuando reclamaba "reformas estructurales en el mercado laboral".